Cuenta Susan Faludi en Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna (Anagrama, 1993), que en los ochenta proliferó una campaña que trataba de erosionar el feminismo mediante la avalancha mediática de estereotipos negativos sobre la mujer independiente y trabajadora. La factura del estropicio libertario era el bochorno de no tener un hombre al lado. Aguante usted la mirada social insoslayable de “estar soltera significa estar sola” y el consiguiente “algo habrás hecho mal”. La mujer treintañera -a pesar de la emancipación laboral y económica- era carne en leve descomposición.
En 1996 llegó Bridget Jones, de Helen Fielding (El diario de Bridget Jones, DeBolsillo), que mantenía relaciones románticas con botellas de vodka y bromeaba con que moriría gorda y sola y la encontrarían tres semanas después devorada por pastores alemanes. Jones decía en su primer libro, precisamente, que leía los tratados feministas de Faludi, pero era mentira: sólo los conocía de oídas y, en el fondo, sabía que no podía llevarlos hasta sus últimas consecuencias. A ella le gustaba ver dormir al tipo del que estaba enamorada, llevar jerséis navideños ridículos hechos por su suegra y, en definitiva, revestirse de esa dignidad extraña de mujer amada y elegida por alguien para vivir la vida a pachas.
Ahora, veinte años más tarde, después de dos libros más y dos adaptaciones cinematográficas, acaba de presentarse el tráiler de El bebé de Bridget Jones, su última y tardía película -la segunda se estrenó en 2004-. Y esa estética sofisticada, madura y retocada en el quirófano que recuerda a Carrie Bradshaw (Sexo en Nueva York) llena a cualquiera de nostalgias. Hay que tener cuidado con la evolución de los iconos. Sobre todo si en su desastre originario radicaba su atractivo.
El caos del discurso, el caos de la vida
Lo encantador de la Jones es que, hasta donde la conocemos, es una niña grande -de pijamas de dibujitos, cenicero lleno y bote de helado- que no se esfuerza en contradecir su naturaleza sensiblera-obsesiva y la sobrelleva torpemente tratando de exigir lo que se merece: una relación que trascienda al cuerpo. Se mueve en fricciones sociales. Es una mujer con estudios en comunicación, tiene un sueldo y un piso propio en una ciudad grande, cocina terribles sopas azules, querría unas piernas más largas y luce una capacidad nula para la oratoria y la corrección pública: el caos de su discurso corresponde a la incapacidad de estructurar su vida.
Ahí está la chica que los noventa convirtieron en fracasada. Cerril, divertida y fragmentada -suerte que ahora el término ‘solterona’ ha perdido vigencia-. Salida de una columna de The Independent y de una reinterpretación de Orgullo y prejuicio. Mucho más que el icono británico de la chick-lit. Ahí una generación a la que le quisieron marcar los tiempos y sacó los pies del tiesto no por rebeldía, sino por desorganización vital.
Decía Daniel Wenger en The New Yorker que a Jones se la puede leer en términos demográficos: es una millenial de manual, una de esas “personas nacidas entre los años 1980 y 2000 que incluyen rasgos asociados como el sentido del derecho, la tendencia al exceso de cuota en medios sociales y una franqueza al borde de la insubordinación”. Bridget es de una rudeza ingeniosa, se muestra realista en cuanto a sus posibilidades de superación y peca de sobreexponerse.
Mentalidad de consumo
Recoge victorias y fracasos como quien hace un recuento de consumo: este año tantos kilos, tantos cigarrillos al día, tantos novios. Su relación de seis semanas con Marc Darcy la medía en 71 polvos cósmicos. Es hasta tierna esa fijación moderna con la estadística, esa búsqueda de coherencia en los números. Bridget Jones es un personaje y, como escribió José Luis Alvite, “los personajes no se merecen un reproche, sino una crítica literaria”.
Encarna a un híbrido desorientado de su época que no sacia ni al núcleo progresista ni al conservador. No quiere librarse del yugo -y la protección- paterna, se pilla por su jefe y le gustaría ir acompañada a los eventos sociales, claro, pero también es capaz de reírse de la alienación de las parejas, tirar sus libros de autoayuda, conseguir nuevos empleos y elevar la voz en una reunión del Colegio de Abogados para defender a las clases sociales bajas.
En Bridget se pone de manifiesto que la tecnología de la comunicación se ha incrustado en los diálogos de pareja y ha condicionado el entendimiento con el mundo: desde los correos eróticos con Daniel Cleaver a los mensajes en el contestador que eran como una expiación en voz alta, una pregunta retórica, unos apuntes en sucio que, circunstancialmente, llegan al buzón de otro con el mismo efecto terapéutico. Somos tan contemporáneos que nos narramos a nosotros mismos. Ya no necesitamos que nadie nos explique.
Identidad digital
También en el último libro de Helen Fielding, Bridget Jones: loca por él (Planeta, 2013), la antiheroína se frustra porque, cuanto más escribe en Twitter, más seguidores pierde, y, tras quedarse viuda, busca el amor en páginas de contactos. Su identidad generacional comparte los conflictos de la generación inmediatamente más joven: la reafirmación pasa por la elaboración de una huella digital. Sin embargo, según el recién estrenado tráiler de la tercera película -en cines el 16 de septiembre-, no parece que el filme vaya a seguir los mismos derroteros que el libro.
Dónde estás, Jones. Aquí echan de menos tus mofletes, tu gesto de perpetuo asombro y tu sonrisa nerviosa de disculpa
En El bebé de Bridget Jones, la protagonista es productora de un programa informativo, se ha quedado embarazada de no se sabe quién y sigue sin salirle la ecuación de la vida, pero hay algo que chirría y va más allá de las operaciones estéticas de Renée Zellweger -que, lamentablemente, resuenan como una sumisión final de Bridget al canon-: ahora ella, cintura de avispa, recogido óptimo y sofisticado vestido azul mediante, camina por Londres con una elegancia que parece de otra.
Dónde estás, Jones. Aquí echan de menos tus mofletes, tu gesto de perpetuo asombro y tu sonrisa nerviosa de disculpa. Tampoco está ya Hugh Grant -rechazó el papel después de que no le convenciera el guion-, sino Patrick Dempsey. Sobrevive el impertérrito Colin Firth.
La nueva Bridget es exactamente lo que la antigua Bridget nunca sería: una mujer que no quiere envejecer y se reviste de esfuerzos estériles para pelearle al tiempo. Sonríe con una boca diferente -más gruesa e irregular-, hace spinning hasta la extenuación y se gasta el sueldo en zapatos en vez de en pistachos y wonderbras. Es una futura madre todoterreno, la reina de todas las MILFs: soltera, deportista, profesional, estilosa, tersa como un melocotón. Ni rastro de aquel edredón que la envolvía cuando se arrastraba destruida por la casa, de sus bragas color carne, de sus amigos histriónicos, de su dulzura obtusa. Nada. Todo se ha hecho mayor aquí. Todo lo que era natural se ha vuelto forzado.
Antes Bridget iba a trompicones por el mundo como síntoma mágico de su tiempo acelerado; ahora sólo como parodia de sí misma. Queda lejos ese portazo que un día dio diciendo: “Antes que estar a menos de diez metros de ti, prefiero trabajar limpiándole el culo a Saddam Hussein” y su modo de demandar siempre “algo más extraordinario”. Jones llegó antes y con más estruendo que las chicas de Nueva York y ha sido la oveja negra de todas ellas mucho tiempo antes de mutar en un espécimen similar. Una tristeza, una profecía autocumplida.
Los productores de la película cuentan que han grabado tres cierres alternativos para que no pueda filtrarse el desenlace. Pase lo que pase, hay uno seguro: al final a todo el mundo le acaba gustando, si no serlo, parecer un triunfador. Esquiar bien, quitarse los jerséis con bolillas y quedarse en la sala VIP un ratito más.