Hay directores que tienen un don para sacar lo mejor de sus actores. También para descubrir nuevos talentos en rostros por los que hasta ese momento nadie había apostado. Icíar Bollaín es una de ellas. Sabe lo que necesita cada uno de los papeles que su pareja, Paul Laverty, escribe y que ella lleva a imágenes. Incluso apuesta por intérpretes que no cumplen con la descripción exacta de esos guiones. Se deja llevar por la intuición, por lo que le transmite cada actor en las pruebas de casting.
Es lo que ocurrió cuando buscaba a una actriz joven para dar vida a Alma, la protagonista de su último título, El olivo. Necesitaban una chica decidida, algo macarra, pero idealista y con unos principios fuertes. Ante ella se presentó Anna Castillo (Barcelona, 1993) para una audición. Era para otro papel, pero cuando vio su primera prueba, Bollaín se dio cuenta de que delante tenía un diamante en bruto. “Me encantó, fue una sorpresa, porque en el guion Alma era más dura, más agresiva, y ella es un ángel, pero fuimos haciendo improvisaciones y dije: no me importa que no sea exactamente lo que hay en el guion porque tiene el espíritu del personaje. Tiene carisma, es interesante y no te cansas de mirarla”, cuenta la directora a EL ESPAÑOL mientras asegura que, si la dejan, tendrá una carrera prometedora dentro del cine español. Destaca su intuición y una solidez aprendida en las tablas y en la televisión.
Antes de El olivo, Anna Castillo había tenido un papel secundario en Promoción fantasma, pero casi todos reconocerán su rostro angelical de la obra de teatro La llamada, donde daba vida a una adolescente fanática del electro latino, y de la serie diaria Amar es para siempre, en la que durante más de dos años dio vida a Dorita. Allí aprendió “lo que no se aprende en ninguna escuela”. “Es verdad que se va muy rápido, pero eso de ir al límite y ver hasta dónde llegas me gusta. Disfruté muchísimo y aprendes a sacarte las castañas del fuego como actriz”, explica la joven a este periódico.
Desde los primeros pases de El olivo, su nombre ya suena como favorita para el Goya a la Mejor actriz revelación, rumores en los que prefiere no pensar. “Me da una presión que no me apetece tener, sé que no es cosa mía pero añadirme esa presión de forma inconsciente me da pereza, aunque esos comentarios sean también un halago”, zanja. Todavía recuerda el verano en el que comenzaron las pruebas para el filme. Todas sus amigas actrices se presentaban mientras que a ella ni siquiera la llamaban. Pensaba que ya no lo harían, y con la maleta hecha para irse de vacaciones sonó el teléfono. “Me dijeron que de ahí a tres días tendría una prueba, así que me fui más tarde porque quería hacerla y fue genial, al cabo de un mes me dijeron que era finalista”, dice con desparpajo. En el último casting ya se encontró con Icíar Bollaín. Entre improvisación e improvisación, Anna Castillo se hizo con el papel de su vida, el de Alma.
Pensaba que si ensayábamos me iban a echar, porque tengo esa cosa de que o lo hago en serio o no lo hago, las medias tintas no las entiendo muy bien
Precisamente de eso, de alma, ha llenado a ese personaje idealista con el que es imposible no emocionarse. A ella le pasó cuando leyó el guion de Paul Laverty por primera vez. “Me fui a cenar sola a leerlo, y lloré muchísimo. Me emocioné y eso me preocupó, porque mi personaje no llora, es una chica que contiene mucho, que se enfada, pero que no se rompe y yo decía: cómo voy a hacer esto sin romperme, con lo que ella sufre”, explica sobre su personaje, una rebelde de buen corazón con el que ha revolucionado un cine español necesitado de aire fresco.
Una familia adoptiva
Ni siquiera ha cumplido 23 años y su nombre ya está en proyectos tan ambiciosos como Oro, de Agustín Díaz Yanes, pero Anna Castillo sigue teniendo la frescura de quien parece no saber en dónde se ha metido. Sus frases están llenas de 'mola', 'guay' y otras expresiones naturales que hacen que su discurso no parezca preparado a pesar de que ya haya concedido decenas de entrevistas y posado en centenares de sesiones fotográficas.
Una de las mejores experiencias de El olivo fue su rodaje, en el que formaron una gran familia que se trasladó al pueblo de San Mateo, donde estuvieron viviendo dos meses, y donde han vuelto para hacer una inusual premiere delante de 2.000 paisanos que lloraron como magdalenas al ver a su tierra e incluso a algunos de ellos en la gran pantalla. A esa zona del bajo maestrazgo se trasladó junto a Pep Ambròs y Javier Gutiérrez, sus compañeros de rodaje y viaje en esta aventura. La complicidad con ellos es fundamental en el éxito de El olivo, y esta vez no se consiguió con innumerables ensayos, sino “hablando mucho y entendiendo a los personajes”. “Icíar no es proensayos y yo tampoco. Pensaba que si ensayábamos me iban a echar, porque tengo esa cosa de que o lo hago en serio o no lo hago, las medias tintas no las entiendo muy bien”, dice con risa nerviosa.
Todavía no se acostumbra a verse en la gran pantalla, porque es “una cosa de ego horroroso” y sólo se centra en ver sus defectos, pero ya a la segunda vez pudo disfrutar y emocionarse con El olivo. Pese a su dulzura deja claro que ella, como Alma, también tiene “mucho carácter, pero lo gestiono mejor que ella”. “Estoy más sana mentalmente, ella tiene un jaleo que debería mirarse”, opina mientras vuelve a reír.
Ser actriz me da la vida, pero si en algún momento veo que sufro de más en esta profesión, espero ser capaz de luchar por ser feliz al margen
El futuro es suyo, y en verano empalmará el rodaje de Oro con el de la versión cinematográfica de La llamada, la obra que la puso en el candelero. Es sólo el comienzo, y tiene claro que quiere dedicarse a ser actriz toda su vida, pero también que lo más importante es ser feliz. “Todos los actores de este país tienen malos momentos, lo tengo asumido, aunque la teoría se asume antes y la práctica es devastadora, pero si en algún momento veo que sufro de más en esta profesión, espero ser capaz de luchar por ser feliz al margen de esto. A mí ser actriz me da la vida, pero si sufro de más haré otra cosa”, dice con una seguridad y una naturalidad tan desarmante que uno entiende que Icíar Bollaín viera el punto dulce y rebelde que necesitaba El Olivo.