It’s Only the End of the World es histérica, irritante, insoportable. Es noise. Lo es la película y lo son sus personajes, menos su protagonista, ese que tanta semblanza física tiene con el director de la obra, el canadiense Xavier Dolan. Este realizador de 27 años con seis películas en su haber protagonizó uno de los momentos recientes más escandalosos de la historia del Festival de Cannes, cuando el jurado creyó pertinente darle el Gran Premio del Jurado en un ex aequo a compartir con Jean-Luc Godard, uno de los popes del cine contemporáneo. Compartían podio las viejas y las nuevas fuerzas del cine. También lo que parecen dos egos inmensos.
De eso mismo se hace gala este realizador, para bien, en su siguiente trabajo después de Mommy, la película que le mereció el aplauso en la Meca del cine y una historia sobre relaciones familiares entre individuos de lo más peculiares. Dolan repite tema pero tirando por lo siniestro y lo calculado, adaptando la obra de teatro homónima de Jean-Luc Lagarce que, ya de por sí, tenía elementos fértiles para sus intereses creativos. Un magma de intensidad que le venía como anillo al dedo coronado por un dream team actoral compuesto de Marion Cotillard, Lea Sedoux, Vincent Cassel y Gaspard Ulliel que encarnarán a unos personajes tan odiosos como precisos, llenos de matices de imperfección que les hacen feos. Humanos.
Tras 12 años de ausencia, Louis ha ido a ver a su familia para contarles que se muere, que tiene (o eso parece) SIDA. Madre, hermana, hermano y esposa de este último irán presentándose ante el enfermo de uno en uno (y sin saber aún nada de su enfermedad) para vomitar los asuntos no resueltos que durante todo este tiempo han ido acumulando en su interior, dejando estallar en largas peroratas esos típicos rencores familiares que, cuando salen, acaban con lo bueno y lo malo de la relación.
It’s Only the End of the World utiliza infinidad de primeros planos y una fotografía extremadamente cálida porque todo responde al concepto de Dolan de energía y cercanía. Al tipo de melodrama moderno, con forzados insertos videocliperos y verborrea de diálogos escandalizados (que no escandalosos) que representan su forma de ver y hacer cine: una que prioriza sobre todas las cosas su capacidad de llamar la atención. Sin duda, este asalto al corazón de todas las ansiedades familiares no será para todos los públicos, pero sí para aquellos que sepan tolerar este género fílmico que, le pese a quien le pese, el de Montreal ha sabido revitalizar.
Cristian Mungiu
Una mañana cualquiera una piedra rompe una de tus ventanas. No tiene explicación, no tienes problemas con nadie y no es habitual que algo así ocurra en tu barrio. Lo importante, descubres, no es quién lo hizo, sino las consecuencias, el tiempo y esfuerzo que de ti reclamará solucionar este problema. Esto le ocurre a Romeo, terapeuta de Transilvania y padre de una hija adolescente, Eliza. Pero hay también otro contratiempo extra que ha aparecido en este fatídico día para afectar su vida y la de su familia: de camino al instituto Eliza sufre un asalto con violación que turbará su juicio a la hora de realizar los exámenes de selectividad. Ese pequeño y crucial punto en su carrera profesional que podría alejarla para siempre de unas mediocres expectativas vitales.
Romeo es determinante: “Son las pequeñas cosas las que acaban formando las grandes actos que marcan la diferencia en tu vida, y hacer trampas tampoco es el fin del mundo”. Es la justificación que este padre de familia le dará a su hija (y a sí mismo) para cambiar radicalmente el sistema de valores por el que siempre se ha regido en su vida, adentrándose a una red de corrupción llena de detalles, gestos y permutas que, de salir bien, permitirán que el padre haya podido realizarse proyectando sus deseos en el futuro de su hija.
Pero salga bien o mal su esquema, lo que el protagonista va a ejecutar es un fresco sobre las contradicciones internas que vive una generación de la clase media, la de los Romeos de hoy, que pese a sus buenas intenciones parecen avocados a terminar renunciando a la rectitud ética, incapaces de bloquear las dinámicas del pasado, las mismísimas que hacen de Rumanía un país ruin y de Reino Unido un supuesto faro al que apuntar.
Lo que el protagonista va a ejecutar es un fresco sobre las contradicciones internas que vive una generación de la clase media
Cristian Mungiu, hábil retratista con dos poderosas obras a sus espaldas, deja a un lado a sus protagonistas femeninas porque necesitaba hablar de los padres. De los educadores. Del delicado trabajo que deben afrontar los que toman decisiones desde arriba sobre las generaciones venideras sin preguntarles siquiera qué es lo que ellos quieren. Aplicando su verismo formal y desplegando esa típica telaraña de gestos manipuladores que tanto gusta a los cineastas de su patria, el director acierta de lleno en The Graduation. No parece a primera vista que esta cinta, tan reflexiva, tenga los elementos para convencer al jurado que le tocaba presidir este año a George Miller, pero es otro notable ejercicio de eso que Mungiu ha hecho tan bien hasta ahora: arrojar al bosque una hermosa luz sobre lo que, en su país, hay más allá de los árboles.
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