Confío ciegamente en Richard Linklater, pero admito que la descripción de Todos queremos algo como la “secuela espiritual de Movida del 76” me dio miedo porque sugería algo que no me puede dar más pereza que la nostalgia. En concreto, esa nostalgia artificial y rancia que está devorando parte del cine contemporáneo, tanto comercial como independiente. Por suerte, no ha sido el caso. De hecho, da hasta rabia utilizar esa palabra para hablar de una película que la repele desde el minuto uno.
Todos queremos algo está sutil pero significativamente conectada con Movida del 76 (Dazed and Confused) (1993). Si la mejor película del cineasta retrataba a un grupo de chavales en su último día de instituto, ésta, ambientada prácticamente en la misma época , sigue a otros chicos distintos en los días previos a su ingreso en la universidad. Pero, por milagroso que parezca, no hay en ella asomo de morriña de la película original, de otra época o de la juventud de los 80. Como Movida del 76, esta continuación “espiritual” sucede en otro tiempo perfectamente recreado, pero no es una película sobre otro tiempo. Tampoco es la enésima idealización desde la adultez de una etapa vital que, no nos engañemos, tampoco es tan perfecta. Todos queremos algo es un filme sobre ser joven, sí. Pero no sobre ser joven de espíritu, sino sobre ser joven de verdad.
Una de las cosas más admirables de Linklater es que no busca revelaciones en sus películas. No persigue con desespero algo que le ilumine, que nos ilumine. Tampoco parece estar a la espera de que la realidad le sorprenda y le regale algo alucinante. Es un observador atento pero relajado. Ahí está la esencia de su cine. Al no obsesionarse con encontrar grandes revelaciones, encuentra mil revelaciones pequeñas en los lugares, las situaciones y los diálogos aparentemente más simples. Eso al final es mucho más que un golpe de efecto. Es más creíble, más honesto, más humano. Boyhood (Momentos de una vida) (2014), su filme más popular, el que supuso su reconocimiento definitivo, es quizá el ejemplo más claro. Me fascina la capacidad del autor para contar una vida sin detenerse, sin apenas pasar, por los momentos importantes. Pero es también la base de este soberbio díptico.
La forma de acercarse a la realidad y a los personajes es la misma en ambas películas, pero cambia el tono y cada una captura algo distinto de la juventud. Son un poco las dos caras de la misma moneda: la que duda (Movida del 76) y la que quiere comerse el mundo (Todos queremos algo). En el filme original, Linklater filtraba en los tiempos muertos el relajado deambular de los chicos y sus charlas aparentemente triviales, el ¿ahora qué? de los cambios de etapa, el miedo al futuro incierto y la mezcla de tristeza y nerviosismo ante la idea de hacerse mayor. Todo sin juicios, sin prisas, sin tremendismos, de forma natural. Todos queremos algo es el revés excitado (lo que no quiere decir histérico) y excitante de su antecesora.
Linklater apunta aquí hacia la energía de la post-adolescencia: las hormonas a flor de piel, la dificultad para gestionar el ego, la agitación física y emocional y las ganas de probar cosas nuevas y arrasar con todo. ¿Es como las comedias adolescentes americanas más locas de los 80? Pues mira, lo es en muchas cosas, como su visión de la juventud como la etapa de las ganas de marcha y el foco puesto en los temas clave del subgénero. Igual que aquellas películas, muchas de ellas excelentes, Todos queremos algo habla de camaradería y/o rivalidad entre chicos, de la obsesión por el sexo y de las ganas de pasar al siguiente nivel: el de las relaciones de pareja.
La diferencia es que ni tiene una trama clara ni se apoya en el chascarrillo. Escrito y rodado con maestría (qué brillante es la coreografía de las escenas en el interior del apartamento de estudiantes), el filme de Linklater es más el lúcido, ingenioso, divertido y excitante reflejo de un estado emocional que una sucesión de chistes a costa del ardor juvenil.