Se llamó a sí mismo “cineasta accidental”. Quién sabe si era una pose. Michael Cimino se encargó de tejer despacito su leyenda, como una araña paciente. Era talentoso, embaucador, pródigo. Receloso, excéntrico, mentiroso compulsivo. Nadie ha podido confirmar la fecha de su nacimiento (presumiblemente, asomó la cabeza el 3 de febrero de 1939) y aún no se conocen las causas de su muerte.
Intentó vivir así: tirando sólo un poco de la cuerda, creando la sorpresa, como una caja bomba a medio abrir. Sabía jugar con las emociones de la gente, como ya lo hizo en la escena mítica de la ruleta rusa en su única obra maestra (El cazador): “Steven Spielberg me preguntó una vez cómo conseguí mantener tal tensión. Yo se lo dije: convirtiendo la escena de la boda en algo cómico. Si quieres que la gente llore en una película, antes tienes que hacerles reír. Ahí está: nadie quiere ver que le sucede algo malo a alguien que le cae bien”, relató una vez.
Cimino es un poema épico, una elegía atragantada. Encarna el auge y la caída, retrata a ese Hollywood que te abre los brazos y después te expulsa como si fueses un órgano mal trasplantado. Sólo dirigió siete filmes en su carrera, el niño raro. Nació en Nueva York, hijo de un compositor y de una diseñadora de ropa. Contaba que en la escuela era una especie de crío prodigio -los que lo sufrieron, se decantaban por llamarlo “salvaje”- y que podía hacer círculos perfectos a mano alzada.
Pasó voluntariamente por el ejército; experiencia que le serviría para inventar, más tarde, que El cazador tenía tintes autobiográficos
Se graduó en Michigan State y entró en Yale para combinar estudios de Pintura, Arquitectura e Historia del Arte. De vez en cuando se acercaba, medio coqueto, a la Escuela de Drama. Ya le rugía una película dentro. Después pasó voluntariamente por el ejército; experiencia que le serviría para inventar, más tarde, que El cazador tenía tintes autobiográficos. Falso: estuvo sólo seis meses en el servicio militar y, además, el guión era un libreto adaptado del original de Louis Garfinkle y Quinn K. Redeker-. Qué más daba, en realidad: Cimino era una ínfula andante y se hacía hasta divertido verle actuar.
Un crío de 12 años
Llegó a Hollywood siendo muy joven. “Cuando le preguntaban a Clint Eastwood qué hacía en ese momento, él respondía ‘trabajar con un crío de 12 años’. Tenía razón, era un enano”, explicaba. “Trabajaba en la publicidad, en Madison Avenue. Era muy bueno y vestía siempre de negro, con botas, tejanos… sobre todo, era como una especie de bebé Buda. Entonces yo tenía todas las respuestas. Para todo”.
Eligió esos dos amores que eligen esos hombres que buscan una eterna prolongación de su falo: los coches y las mujeres. Para deleitarse con ambos se mudó a Los Ángeles en 1971.
Eligió esos dos amores que eligen esos hombres que buscan una eterna prolongación de su falo: los coches y las mujeres
Allí escribió Naves misteriosas y Harry el fuerte (secuela de Harry el sucio) y sedujo a Eastwood, que quiso comprarle el guión de Un botín de 500.000 dólares. Sin embargo, el ego volvió a hablar, y Cimino lo convenció de que era mejor que la dirigiera él. Era esa picardía la que imprimó en su trabajo: Un botín de 500.000 dólares es la historia de un atracador retirado que vuelve a la actividad con un nuevo socio, un joven enérgico y vividor. Ambos tienen un objetivo: el en apariencia impenetrable Banco de Montana.
Logró una nominación al Oscar para Jeff Bridges (mejor actor de reparto) y cosechó un éxito que le sirvió de abono para su segunda -e inolvidable película-: ahí Robert De Niro, Christopher Walken, Meryl Streep, John Savage y John Cazale en El cazador, un relato fascinante y roto sobre la vida después de la guerra de Vietnam. El retrato de tres obreros capturados por el Vietcong que regresan a casa con pánicos, mutilaciones, amores deshechos y vértigo existencial.
Un tiro basta
Incluso cargada con 5 Oscar, ya arrastraba algo de premonitorio: “Un tiro”, repite Robert de Niro en la película. “Siempre se ha de cazar la pieza mediante una sola bala. hacerlo con dos es una chapuza. Siempre se lo digo a todos, pero nadie me escucha”. El cazador fue la buena bala de Cimino. La primera certera, la última letal en su carrera. Porque después llegó La puerta del cielo (1980) y todo se fue al carajo. Aquel western basado en la guerra del Condado de Johnson comenzó con un presupuesto de 11,4 millones que acabaron siendo 44. De la epopeya de más de cinco horas que entregó el director salió, al final, un filme de dos horas y media que apenas conseguiría recaudar cuatro millones. Fue un desastre perfecto, un golpe bello de tan absoluto. Llevó a la bancarrota a la productora -que fue adquirida por Metro-Goldwyn-Mayer- y fue considerada una de las tres peores películas de la historia del cine, aunque a veces rayana en un filme de culto maldito.
El resto de su vida fue como esa cola de lagartija ya separada del cuerpo del animal que sigue moviéndose por algún nervio que no acaba de morir, pero que ha perdido el vigor originario. Manhattan Sur, El siciliano, 37 horas desesperadas, Sunchaser. Y tantas intentonas: el guión de Los perros de la guerra (hasta que fue apartado del proyecto), Los perfectos extraños (que iba a ser producida por David Picker, pero…), La zona muerta (fue el director original escogido para el clásico de ciencia-ficción hasta que Stephen King decidió prescindir de él)… un relato sobre la vida de Janis Joplin (que, tras muchas reescrituras, se convirtió en la película La rosa), un guión conjunto con Raymond Carver sobre la vida de Dostoievski que nunca llegó a ver la luz. Un largo etcétera de “casis pero no”.
Después de unos años de ausencia y silencio, reapareció en Cannes, en 2007, con un espléndido aire a Michael Jackson y su mismo poso de decadencia torpemente reconstruida: la cara extrañamente tersa, las cejas depiladas, la nariz de otro. Cuando le preguntaron si se había cambiado de sexo, tampoco quiso responder.