Hay cierta tendencia a usar la expresión “ejercicio de estilo” con condescendencia, como perdonando la vida. Cuando decimos que un director firma un ejercicio de estilo, muchas veces estamos dando a entender que la puesta en escena de su filme está muy cuidada, pero que es una obra más bien hueca e intrascendente. El cine del inglés Peter Strickland es perfecto para ilustrar lo mal que solemos usar esa muletilla. Básicamente porque el contenido de sus películas surge de una maniobra estilística, de un excitante jugueteo entre representación y realidad.
En su anterior Berberian Sound Studio (2012), enfrentaba a un técnico de sonido con la película de terror que debía sonorizar. La inmersión en esa fantasía macabra que tenía que ver en bucle y potenciar sensorialmente le llevaba, prácticamente, al derrumbe moral y psicológico. La representación, ese giallo que el protagonista debía saturar de sonidos violentos, alteraba la realidad y dialogaba con ella de forma inquietante. En The Duke of Burgundy, tercer largo de ficción del cineasta, pasa lo mismo. Pero el viaje es, de alguna manera, a la inversa.
Mientras el técnico de sonido de Berberian Sound Studio (y nosotros con él) partía de lo real para perderse psicológicamente en una representación, en The Duke of Burgundy el espectador parte de la representación para colarse poco a poco en la realidad de la pareja protagonista. Parte de la representación porque es en eso en lo que se basa la relación sadomasoquista que mantienen Cynthia (Sidse Babett Knudsen), doctora en entomología y Evelyn (Chiara D'Anna), dos amantes aisladas en una mansión que parece estar siendo devorada por el bosque.
Esas dos mujeres han convertido sus juegos de seducción y sus encuentros sexuales en una escenificación rigurosamente calculada en la que adoptan identidades fingidas y, como veremos, intercambiables. Sin prescindir de un humor sutil pero punzante y esquivando el erotismo ramplón de novelita de aeropuerto, Strickland invita al espectador a tomar la posición del voyeur privilegiado, del que puede mirar lo excitante y prohibido desde una butaca cómoda y sin que le repriman por ello. Y éste puede contemplar, a través de las grietas de la fantasía que alimenta a la pareja, al mecanismo real del romance entre Cynthia y Evelyn.
El teatro del placer de las amantes desvela con cuentagotas y sin sacrificar el misterio (tiene algo The Duke of Burgundy de película de casas encantadas y de ensoñación gótica) asuntos como las relaciones sentimentales de dependencia, la verdadera naturaleza del deseo, la diferencia entre amor y sumisión y la dificultad de romper con los roles establecidos en una pareja. Lo más estimulante es que todo eso nos entra casi exclusivamente por la piel. Como ha demostrado en todas sus películas (aunque quizá sea en Berberian Sound Studio donde se ve con más claridad), Strickland tiene el don de llegar a la emoción y a las ideas desde lo sensorial.
Complejo y escurridizo, el fondo de sus películas se lee en la sensualidad de sus imágenes y, muy importante, en sus estudiados sonidos. Estamos ante uno de los cineastas más cuidadosos con el diseño de sonido y más conscientes de su importancia. Le pongo, eso sí, un pero a The Duke of Burgundy: el exceso de claridad con la que Strickland expone sus referentes y da un valor metafórico a las mariposas que invaden el universo de la pareja protagonista.