El doctor Ross es un médico de cabecera cualquiera de una clínica cualquiera de una ciudad cualquiera de Estados Unidos. Stavros Milos es el viejo pastor armenio que acaba de entrar en su consulta.
-Dígame, ¿qué le pasa a usted?
-Estoy enamorado de una oveja.
-Perdone, ¿cómo ha dicho?
Así comienza Qué es la sodomía, una de las piezas de la insólita comedia de Woody Allen Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca se atrevió a preguntar (1972). Aconsejado por su hermano, comerciante de alfombras, Stavros acude a ver al doctor Ross porque Daisy, su oveja, ya no le quiere. Ya no está enamorada de él. “¿Cómo puede usted saber eso?”, pregunta boquiabierto el clásico y formal doctor Ross. “Por los pequeños detalles”, contesta el pastor.
El médico invita a Stavros a abandonar la consulta y le recomienda visitar a un psiquiatra, pero, cuando el pastor regresa con Daisy en los brazos, Ross comienza a balbucear y a quedarse poco a poco prendado de la oveja. “Quizá si pudiese ver a Daisy a solas...”, sugiere tímidamente. A partir de ahí comienzan los encuentros entre el médico y la oveja en un hotel, el inicio de una relación, los problemas de pareja y, finalmente, la triste ruptura. El magnífico sketch descansa todo su peso sobre el personaje del doctor Ross, quien, sin excesos ni estridencias, con absoluta e inquietante naturalidad, pasa de ser un hombre común y corriente a ser un hombre amancebado con una oveja.
Irremediablemente, para mí Gene Wilder será siempre el doctor Ross. Para muchos otros será Willy Wonka en Un mundo de fantasía (1971), la película de Mel Stuart basada en el libro de Roald Dahl Charlie y la fábrica de chocolate; o el doctor Frederick Frankenstein -se pronuncia Fronkonstein- de El jovencito Frankenstein (1974); otros, sin embargo, siempre verán en Wilder al Zorro de El Principito (1974) o al contable Leo Bloom de Los Productores (1968).
A veces, para toda una generación, la muerte de un icono cinematográfico como Gene Wilder, es también la muerte de todos sus personajes
Porque a veces, para toda una generación, la muerte de un icono cinematográfico como Gene Wilder, fallecido este 29 de agosto en su residencia de Stamford, Connecticut, es también la muerte de todos sus personajes, que a partir de ese instante ya sólo vivirán en la pantalla. Especialmente, cuando se trataba de un hombre que, junto a Woody Allen, los Monty Python y Mel Brooks, tal vez fuese la cuarta pata de la comedia cinematográfica de los años 70.
Con Brooks fue precisamente con quien empezó todo. En 1963, Gene Wilder -cuyo nombre real era Jerome Silberman- se encontraba representando en el circuito underground de Nueva York la pieza teatral de Bertolt Brecht Madre Coraje y sus hijos junto a la actriz Anne Bancroft. Ella, convencida de las notables dotes interpretativas de su compañero de reparto, le habló de él a su novio, Mel Brooks, quien decidió citarse con él unos meses más tarde para ofrecerle el papel de Leo Bloom en una producción que tenía en mente y cuyo nombre sería ‘pringtime for Hitler - 'Primavera para Hitler'-. Finalmente se llamaría Los productores y el resto es historia.
Pero la década de los 80 también acogió las comedias de Gene con generosidad. El dúo cómico formado junto a Richard Pryor, iniciado ya en 1976 con El expreso de Chicago, cristalizó en los éxitos Locos de remate (1981), No me chilles que no te veo (1989) y No me mientas que no te creo, estrenada ya en 1991. Sin embargo los 80 fueron los años en los que alcanzó una mayor repercusión como director, con las cintas Los seductores (1980) y, sobre todo, La mujer de rojo (1984).
Tras la muerte de su esposa Gilda Radner en 1989, a quien había conocido en el rodaje de Hanky Panky (1982), película de Sidney Poitier que ambos protagonizaban, su vida se centró en la lucha por la concienciación contra el cáncer de ovarios. Fundó la organización Gilda’s Club, abandonó su carrera como actor -mantuvo algunas apariciones puntuales como en la película Alicia en el país de las maravillas (1999) o la serie Will & Grace (2002)- y se dedicó a escribir. De hecho, siempre había manifestado que prefería escribir a actuar. Lo cual se debía a que llevaba actuando desde los 13 años y a que, como en cierta ocasión declaró, la mayoría de los guiones que le ofrecían le parecían ya una porquería.
En el año 2013 le diagnosticaron la enfermedad de Alzheimer. En el comunicado que su sobrino trasladó ayer a los medios se explica que Gene había tomado la decisión de no hacerlo público pensando en todos aquellos que le sonreían o le seguían llamando Willy Wonka. No quería que nadie dejase de hacerlo, y mucho menos por compasión o pensando que podría estar faltándole al respeto. No iba a permitir que la enfermedad que despoja cruelmente a las personas de su identidad le obligase a dejar de ser quien era. Porque Gene Wilder, además de Gene Wilder, era y será siempre Willy Wonka. Y Leo Bloom. Y el joven Frankenstein y el doctor Ross. Y eso la enfermedad no se lo podrá llevar jamás.
Una vez conocí a una mujer que padecía Alzheimer y se observaba a sí misma en una foto bajo la torre Eiffel. “No recordaba haber estado nunca en París -me dijo mientras le resbalaba por la mejilla una lágrima de alegría-, pero si aparezco en esta foto es porque lo he vivido”. No somos nada más que aquello que podemos recordar. A lo largo de nuestra existencia, sólo hemos vivido aquello que recordamos haber vivido. Y hasta que falleció ayer a los 83 años, Gene Wilder tuvo todas sus películas para no olvidar jamás quién ha sido. Las mismas que nos ayudarán a nosotros a tenerlo en nuestra memoria para siempre.