Siempre he admirado la capacidad de la industria cinematográfica estadounidense de convertir en grandes películas las mayores miserias de su sistema. Dejar pasar un tiempo prudencial, para tener los datos precisos que nutran el guion, y llevar a la gran pantalla aquello que ayer acaparaba portadas y editoriales. Este mismo año, sin ir más lejos, entre las películas candidatas al Oscar había dos –La gran apuesta y Spotlight- que trataban noticias recientes: el colapso de la economía mundial y los abusos sexuales cometidos por la Iglesia Católica. Con el rodaje de estas cintas, el cine adquiere un compromiso con su tiempo y rompe con esa argolla que lo limita a un exclusivo entretenimiento, reduciendo su trascendencia a la de un videojuego.
¿Cómo es posible que en España no hayamos visto el peliculón que hay detrás del propio Partido Popular, de Rita Barberá, de Miguel Blesa, de la persecución al juez Garzón, detrás del clan de los Romanones de Granada? Pero hablo de tomárnoslo en serio, no de parodiarlos, que para eso se bastan solos. Darles el empaque y los matices que una historia de este tipo merece. En los últimos treinta años de este país hay peliculones que los estadounidenses, de ser su historia, nos hubiesen colapsado con ellos y aquí, o los hemos ignorado o los hemos convertido en telefilmes de bajo presupuesto. Romper los prejuicios y atrevernos a contar nuestra historia. Esa es la clave. Leer los periódicos, ver los informativos, con la mente en formato cinemascope. No tenerle tanto falso respeto al pasado para construir un futuro más honesto. En estos tiempos fugaces, una década aparenta un siglo. Suficiente para contar nuestra historia.
¿Cómo es posible que en España no hayamos visto el peliculón que hay detrás del propio Partido Popular, de Rita Barberá, de Miguel Blesa?
Eso ha hecho Alberto Rodríguez con El hombre de las mil caras. Hablar de Francisco Paesa, de Luis Roldán, de Juan Alberto Belloch. Sin complejos. Como haría un estadounidense con su historia. Quizá por eso hay secuencias de la película que parecen inspiradas en El lobo de Wall Street (con muchísimo menos presupuesto) y uno ya no sabe si la única manera de contar nuestra historia es haciendo que parezca la historia de otros. Pero esto no es una crítica de cine. Dios me libre.
Por eso aplaudí Crematorio en su momento –la mejor serie española en décadas- o B de Bárcenas, aunque se tratase de la adaptación de un texto teatral. Con la conjunción me refiero a que los nuevos dramaturgos y el circuito off de las artes escénicas parece estar mucho más próximo a lo que nos pasa, desde la propia creación, que el cine. Creo que más allá de mostrar nuestra indignación en las ceremonias de entrega de premios, que me parece muy lícito, deberíamos empezar a comprometernos narrando, en imágenes, la miseria de nuestros días y la calaña de algunos de nuestros contemporáneos. Si Paesa hubiese nacido en Estados Unidos, su historia estaría rodada hace veinte años y protagonizada por Nicholas Cage. Me están entrando unas ganas locas de sentarme a escribir un guión sobre Rita Barberá. James Gandolfini estaría estupendo como la ex senadora del PP, hoy del Grupo Mixto, pero ya sabemos que eso es imposible. Si me saliese un thriller, Manuel Morón lo clavaría. Confieso que tendría que renunciar al ‘caloret’ y a todo lo anecdótico porque me distorsionaría el ritmo de la historia. Porque llevar las anécdotas de Barberá al terreno de la comedia me interesa menos. De hecho, el actor Cesc Casanovas lleva mucho tiempo haciéndolo, y muy bien, en el programa de TV3 Polònia.
Ahora que creemos que este país nunca estuvo peor, que los casos de corrupción son escandalosos, que la clase política no está a la altura, enfrentarse a una película sobre el caso Roldán nos sitúa ante el mayor aliado de la clase política: el tiempo. Ellos saben que la distancia relativiza, que el ritmo del reloj tiene propiedades sedantes, que la memoria es frágil. Por eso, más allá de los gustos particulares, cineastas como Alberto Rodríguez son fundamentales en cualquier cinematografía. Alguien capaz de hablar de aquello que nos pasó para explicar muchas de las cosas que nos están pasando.
Rodríguez se atreve a leer los periódicos y ver los informativos con la mente en formato cinemascope
Habrá quien piense que hacer una película sobre Francisco Paesa era un riesgo innecesario. Un producto televisivo con ambiciones. Hay cosas que creemos que con verlas en el telediario es suficiente. Como si en el cine solo se pudiesen contar chistes, o imaginar territorios fantásticos, o convertir el drama en melodrama. Que ficcionar la realidad es restarle valor. Algo muy propio de un país que ignora la trascendencia del arte. Que Paesa se quedase con el dinero de Roldán y además le sacase al Estado español 300 millones de pesetas a cambio de delatar su paradero es digno de película. Al menos, Rodríguez se dio cuenta.
Salgo de la sala de proyección con una idea sobrevolando mi mente. Resulta tremendo pensar que la mejor justicia que se puede hacer con un corrupto es desearle que otro corrupto mayor se cruce en su destino. Eso, y que la culpa de todo la tiene el Jägermeister.