Hace unos días me crucé con un conocido y, en medio de una conversación y sus múltiples itinerarios, me contó que dejó de ir al psicólogo y lo había sustituido por un experto en coaching. Me mostré algo escéptico con el cambio. Dijo que ese método de trabajo le estaba ayudando en su objetivo: que le tomasen en serio. Le estuve dando tantas vueltas a ese empeño que incluso me lo llevé –mentalmente- a la sala de proyección en la que pude ver Inferno, la tercera entrega cinematográfica de la saga escrita por Dan Brown, dirigida por Ron Howard y protagonizada por Tom Hanks. Y mientras el profesor Robert Langdon corría por Florencia, corría por Venecia y corría por Estambul, yo miraba el gesto del actor y pensaba en la peligrosa estrategia que nos empuja a asociar el prestigio y el respeto con la seriedad. Vamos, lo que en el mundo de la prensa cinematográfica se conoce con el nombre de ‘síndrome de Tom Hanks’. El círculo se cerraba.
Aunque ese caso podría darse en cualquier faceta artística, es cierto que hay actores a los que el público, la crítica y hasta la misma profesión, no se toma ‘en serio’. Son queridos, celebrados, entrevistados, están bien pagados, pero sus trabajos no suelen aparecer en el palmarés de los grandes festivales ni en las ceremonias de premios cinematográficos. Tienen eso que llaman “el cariño de la gente”, que todos sabemos que es un arma de doble filo. Trabajan, y algunos mucho, pero cuando la industria ‘se pone seria’, nadie pronuncia su nombre. Así es hasta que un día, normalmente tras interpretar un papel dramático que el director ha tenido que defender con uñas y dientes ante un productor que ‘no lo ve’, las cabezas se resetean y se dan cuenta del gran actor, o actriz, que han tenido siempre delante y al que apenas habían visto.
En ese momento, el actor eleva su estatus al de estrella, empieza a ganar premios y logra eso tan difuso que llamamos prestigio. Va más allá del mero encasillamiento. Es un hábito social marcado a fuego en la conducta humana: la denostación de la comedia como un ejercicio de frivolidad. Para una sociedad maleducada en los extremos enfrentados, la carcajada es molesta, no tiene compromiso, hiere con su burla, es infantil, ligera, básica. Sin embargo, lograr la lágrima, que en una lectura muy superficial, cumple con las mismas connotaciones que la risa, es digno de elogio.
Yo, que pienso que Pepi, Luci y Bom… y otras chicas del montón es mil veces más comprometida y revolucionaria que La verdad sobre el caso Savolta, que creo que existe la misma carga de profundidad en el discurso de los Monty Python que en el de Costa-Gavras, niego la mayor. Se puede hacer la revolución desde la frivolidad, el humor siempre fue algo muy serio y la carcajada debería ser el mayor prestigio.
Viendo a Tom Hanks en la piel de Robert Langdon, por tercera vez, reivindico al Rick Gassco de Despedida de soltero, al Walter Fielding de Esta casa es una ruina y al Josh de Big. Porque nadie recuerda la primera vez que Meryl Streep o Al Pacino hicieron comedia, no convertimos ese dato corriente en la trayectoria de un actor en un punto de inflexión; sí lo hacemos con Philadelphia, en el caso de Tom Hanks, con Lost in translation para hablar de Bill Murray o con Los santos inocentes y El Sur para referirnos a Alfredo Landa y Rafaela Aparicio. Pronto veremos a Dani Rovira buscarlo con 100 metros. Sorprende que en una profesión en la que siempre hemos oído decir que lo más difícil del mundo es hacer reír haya tanto prejuicio soterrado hacia la comedia.
Miren, por pura estadística, cuantas veces una comedia ha ganado un premio a mejor película en un festival o en la ceremonia de los Oscar o los Goya. El hecho de que los Globos de Oro tengan una categoría propia de comedia no hace otra cosa que confirmar esa valoración. Y luego, vean lo habitual que suele ser que se premie el drama, la tragedia, y la interpretación ‘seria’. Como si la risa fuese patrimonio de las clases populares –la taquilla suele ser muy agradecida con el humor- y la seriedad, un punto de vista más propio de las élites sociales y culturales. Grandísima estupidez que todos negamos sobre el papel pero que, inconscientemente, manejamos en nuestra escala de valores.
Hay grandísimas interpretaciones en la trayectoria de Tom Hanks. Destacaríamos, repitiendo el estigma, Philadelphia (su primer Oscar; al año siguiente volvió a lograrlo con Forrest Gump), pero no olvidaríamos Salvar al soldado Ryan, Náufrago, La milla verde o Camino a la perdición. Pero para que no sigamos arrastrando un síndrome durante mucho más tiempo, convirtamos el día en el que Tom Hanks se puso serio en una jornada abierta a los significados enmudecidos de la seriedad, a poner en valor Big, Algo para recordar o 1,2,3…¡Splash!, en un recuerdo a la dignidad y el compromiso inagotable de la comedia.