En una de las escenas más recordadas de Cinema Paradiso, el encargado del cine del pueblo calma a la turba proyectando una película sobre la pared de un edificio de la plaza. El fotograma, en blanco y negro, va moviéndose por toda la habitación hasta que se escapa por la ventana y alcanza a todos los vecinos, que corren embobados para verla. Giuseppe Tornatore captó la magia del séptimo arte en esta escena. Hay algo en ese juego de luces y de imágenes en movimiento que enamora. Los ojos de Totó al descubrirlo son los de todos los niños la primera vez que van al cine, especialmente los de aquellos pueblos de pocos habitantes que no tienen la posibilidad de ir a un centro comercial cada fin de semana para ir a ver la última de Disney. Para ellos es algo que ocurre en una época del año muy concreta: el verano, cuando esos juglares modernos llegaban con sus rollos de fotogramas para maravillarles.
Los cines de verano de estas pequeñas localidades recorrían la geografía española con su furgoneta cargada y ganas de repartir cine. Un proyector desmontado y unas cuantas películas eran suficiente. En unas horas estaba montado el número de magia. Una obra de artesanía que tiene algo de función social, ya que sin ellos muchos niños no podrían ir al cine. Lo que durante años era la tónica general vivió un momento dramático en 2013, cuando el apagón digital obligaba a todas las salas a digitalizarse o desaparecer. Lo que para los cines clásicos fue una aventura que muchos no superaron, para estos proyeccionistas ambulantes era una condena de muerte. Cambio de máquinas, depender de un ordenador, descargar la película del disco duro al proyector, depender de las dichosas KDMs… el cine de pueblo cambiaba radicalmente.
Este ocaso es el que retrata Leire Apellaniz en su documental El último verano, con el que ha visitado los festivales de todo el mundo. Su película es el testamento de un tipo de cine que ya no existe. Con un interés casi histórico y dejando que las imágenes hablen más que las personas, El último verano narra del final de una etapa, pero también el principio de otra. Apellaniz habla “desde el conocimiento”, como explica a EL ESPAÑOL. Ella trabajó durante años como proyeccionista, de hecho es la responsable del equipo técnico del Festival de Cine de San Sebastián. En sus años recorriendo España para poner cine conoció a Miguel Ángel y se enamoró de sus ganas y su trabajo. Sabía que allí había una historia que contar.
Después de años alejada del mundo del cine y por culpa de un parón de trabajo se armó de valor para rodar las rutinas de este trovador. Lo que empezó como un cortometraje se convirtió en un largo, y lo que iba a ser el último verano fueron dos. “Hay algo de trampa porque el apagón analógico se prolongó hasta 2014 y fue en ese segundo año cuando se atisbó el final”, cuenta la directora, que aunque no demonice el sistema digital cree que todo es mucho más complejo. “Yo ya había vivido ese tránsito al digital en el Festival de San Sebastián. En el analógico chequeas las bobinas, montas las películas y se mueven físicamente. De repente tenías que gestionar algo que no tenía nada que ver. Era un disco duro que estaba en un servidor y que decían que era muy fácil, pero no es verdad, yo antes montaba una película y podía tardar 40 minutos. Ahora ingestar la película en cada una de las salas donde van tarda dos horas y si es encriptada tienes que pedir una KDM que funcione…. Eso en todas las salas y en todas las sesiones”, explica Leire Apellaniz.
Lo que hace tiene una función social. Son pueblos de pocos habitantes y, evidentemente, hay gente que nunca ha visto cine. Es muy guay y hay momentos espectaculares
Miguel Ángel manifiesta en documental que era su final, ya que no tenía dinero ni capacidad para hacer el cambio al digital, y así ha sido, aunque ha encontrado la forma de seguir llevando cine a rincones perdidos de España. “El circuito en el que se mueve es menos exigente. Miguel Ángel puede ir con un proyector de vídeo potente y un blu ray. Lo que hace tiene una función social. Son pueblos de pocos habitantes y, evidentemente, hay gente que nunca ha visto cine. Es muy guay y hay momentos espectaculares. Yo he vivido momentos que no te los creerías”, dice la realizadora poniéndose todo lo nostálgica que no ha sido en su obra, que observa paciente sin caer en el sentimentalismo. “La idea era casi antropológica. Recoger algo que ya nunca más va a ser así, que quedara como un documento”, añade.
La directora cree que este cambio ha traído más dificultades en la forma de trabajo, pero toca adaptarse y no se puede quedar anclado en el pasado. “Yo me he adaptado. Esta forma nueva tiene cosas que no me gustan, pero no quiero reivindicar el celuloide como un soporte mejor o peor, estamos en otro sitio. El avance tecnológico me parece bien siempre y cuando estemos mejor, pero creo que con este avance no lo estamos. No porque la maquinaria no sea más fácil de manejar e incluso más sostenible. El problema es que esto responde a los intereses de quién responde. Esta reconversión interesaba a las majors. Un empresario con una sala de cine y un proyector de 35 mm que lleva 30 años funcionando y que le iba a funcionar otros 30 qué necesidad tenía. Hay mucha gente que se ha ido a la calle. Es un reflejo de como funciona el capitalismo de EEUU que es feroz. Los que tienen más quieren tener cada vez más y eso solo se consigue repartiendo menos y peor”, zanja crítica.
El cine ha vivido una nueva revolución, como lo fue el cambio del mudo al sonoro, pero las historias y la magia de una sala oscura iluminada por una película sigue viva más de 100 años después.