Cuando en 2008 Pixar estrenó Wall-E, todos se quedaron con la boca abierta. Un estudio de animación se había atrevido a prescindir de los diálogos durante cuarenta minutos. En una industria donde el riesgo brilla por su ausencia, la película fue recibida con los brazos abiertos. El silencio había vuelto al cine, y en una obra de animación, una técnica que siempre se ha vinculado a los niños. La osadía de Pixar ha quedado en pañales al ver La tortuga roja, la nueva obra de Studio Ghibli, el estudio japonés creado por Hayao Miyazaki. Pese anunciar su cierre hace un par de años, ha estrenado esta maravilla que sigue las líneas maestras de la compañía, pero que también supone su película más europea hasta la fecha.
Primero porque supone una coproducción con Francia, segundo porque sólo hay que ver su trazo y su paleta de colores para ver la influencia del cómic europeo y no del anime japonés, y último porque el director es el holandés Michaël Dudok De Wit, seleccionado directamente por la empresa nipona para unirse a un estudio que siempre se ha comparado con Disney. Lo cierto es que la casa del ratón nunca se hubiera atrevido a hacer una película como La tortuga roja, una obra muda -sólo con banda sonora- en la que hay gusto por el detalle, por extraer la esencia de cada escena y encontrar la belleza en lugares donde normalmente no la vemos. La animación se convierte en poesía en un filme que parece inspirado en el mejor Terrence Malick. Sólo la música de Laurent Perez del Mar y las onomatopeyas de los protagonistas se oyen en esta fábula que fue premiada en el pasado Festival de Cannes.
En Studio Ghibli no dan puntada sin hilo, Michaël Dudok De Wit ya había sido nominado dos veces al Oscar por sus cortometrajes animados, logrando uno por Father and Daughters. Miyazaki quedó maravillado por este trabajo y se puso en contacto hace diez años con De Wit para proponerle la distribución del corto en japón, y también para preguntarle por su disponibilidad para trabajar con ellos en su primer largo. Su aceptación no fue sencilla, varios de sus amigos habían ido a Hollywood a trabajar en estudios de animación y vuelto decepcionados. Pero Miyazaki no es Hollywood.
“Me dijeron que trabajaríamos bajo las leyes francesas, que respetan el arte. Me dieron varios meses para escribir el guion. Yo tenía la idea de un hombre en una isla desierta. No quería contar la historia de cómo sobrevivía en la isla ya que esto se ha contado muchas veces. Necesitaba más que eso. Así que me marché un tiempo a una de esas pequeñas islas de las Seychelles, nombre que recuerda a vacaciones de lujo. Pero elegí algo mucho más sencillo, vivir 10 días con la gente de allí. Paseaba solo, lo observaba todo y hacía muchas fotografías”, cuenta el director en el documento de prensa del filme.
La historia no podía ser más sencilla, un hombre atrapado en una isla desierta y su enfrentamiento a una tortuga enorme que le impide salir cada vez que lo intenta. Todo lo que sigue es mejor no desvelarlo para no romper la magia de un filme que bebe de los cuentos clásicos, pero quitando todo rastro de moralina. Que nadie piense que esto es Naufrago, con Tom Hanks. Aquí no hay un Wilson que actúe como contrapunto y escapatoria para contar al espectador lo que no se puede expresar con palabras. Todo es visual, sensorial, y para ello se han tomado un tiempo impensable en cualquier estudio de Hollywood.
“Empecé a escribir el guion y hacer los primeros dibujos en 2007. Me llevó mucho tiempo y eso hizo que me diera cuenta que el guion y la historia no encajaban. Trabajé de manera continuada en el proyecto durante varios años, pero se alargaba demasiado. Tengo que agradecerles a mis productores por tranquilizarme y no sorprenderse por todo el tiempo que estaba llevando el proceso. Me dijeron que lo peor vendría en la siguiente fase y que era mucho mejor comenzar la producción con una historia sólida. Algunos productores habrían puesto fin a la historia en las primeras pruebas de animación para evitar gastar mas tiempo. Podría entenderlo pero, en mi caso, hubiera sido muy arriesgado”, explicaba el director. La producción comenzó en 2013, y tres años después se estrenaba en Cannes y lucha por ser uno de los títulos nominados al Oscar a la Mejor película de animación.
El retiro prematuro de Miyazaki hizo que su mano derecha, Isao Takahata, supervisara el proyecto. No interfería, pero sí estaba atento a cada detalle y se reunió con Michaël Dudok De Wit varias veces para hablar “de la historia, el simbolismo y los puntos filosóficos, es decir, de lo que la película realmente quería expresar”. “Había veces en las que las diferencias culturales se notaban. Por ejemplo, hay un momento de la historia en la que hay un fuego, y para Takahata el fuego tiene un valor simbólico ligeramente distinto que para mí. Pero en general íbamos en la misma dirección, afortunadamente, y todos los encuentros fueron muy positivos. Estaba extremadamente involucrado y es un productor artístico muy bueno”, añade De Wit en el dossier de prensa.
Para él la película habla del tiempo y de la realidad de la muerte. “El hombre tiende a oponerse a la muerte, a temerla y luchar contra ella, y esto es algo natural y saludable. Sin embargo, podemos a la vez comprender de manera bella e intuitiva que somos pura vida y que no necesitamos oponernos a la muerte. Espero que la película transmita este sentimiento”, añade. Que levante la mano el que haya visto una película animada de Disney cuya idea principal es hablar de la muerte.
Lo hace con un estilo tradicional que mezcla animación por ordenador para los personajes (pero hecha a mano con un lápiz digital), y dibujo a papel para realizar los paisajes que luego difuminaban usando la palma de la mano. Un proceso meticuloso, artístico y único que convierten La tortuga roja en una de las películas más bellas del año.