El cine religioso y los pasajes bíblicos siempre han sido un imán para los directores de cine. Rey de Reyes o Los diez mandamientos son clásicos que han pasado a la historia y que se repiten año tras año cuando llega la Semana Santa. Lo que parecía una moda olvidada se ha retomado con fuerza en los últimos años. El que primero demostró que había un público que demandaba este tipo de obras fue Mel Gibson, católico confeso que mostró su visión de la muerte de Jesucristo en La pasión de Cristo. Era una mirada sin remilgos, bestia, casi gore. Si Jesús murió en la cruz tuvo que ser así, parecía decir Gibson en un festival tan violento como plagado de escenas hermosas.
Hasta en la televisión el canal Historia arrasó con una adaptación de las historias más populares de la Biblia. La fascinación de Hollywood por la religión es tal que incluso los directores más insospechados caen en ella. El año pasado vimos como Martin Scorsese volvía a uno de sus temas recurrentes, la religión y la fe, en una de sus películas más personales, Silencio. La relación del director con el tema es complicada, ya que aun considerándose católico muestra mejor que nadie las dudas ante la imposibilidad de demostrar que Dios existe.
También el año pasado llegaba a los cines de EEUU Últimos días en el desierto. Una nueva vuelta de tuerca a los últimos días de Jesús antes de morir en la cruz. La película cuenta su retiro al desierto para aceptar el cruel destino que su padre ha elegido para él. Allí se enfrentará a las dudas en forma de tentaciones del diablo y de una familia que se encuentra en su camino. Lo inusual del proyecto eran las personas involucradas en todos los aspectos. En la dirección aparecía Rodrigo García, que hasta ahora se había especializado en los filmes de historias femeninas cruzadas como Nueve vidas o en capítulos de las series más prestigiosas del momento -A dos metros bajo tierra, En terapia-. No era un encargo, era una historia que nacía de dentro, de una necesidad de contar algo. El hijo de Gabriel García Márquez cambiaba de tercio y se arriesgaba en su obra más ambiciosa.
El desarrollo volvía a poner patas arriba los cánones del cine religioso. Al Diablo le hemos visto en forma femenina, deforme o hasta de niño, pero nunca con la cara del mismo Jesucristo. García propone un juego de espejos en la que él mismo actor da vida al mesías y a Satán, que no para de tentarle con todo tipo de pecados, incluido el carnal. Dos caras de la misma moneda. El bien y el mal en una visión humana de un personaje que excepto en filmes radicales como La última tentación de Cristo no tiene aristas ni dobleces, sólo una bondad tan irreal que aleja al espectador moderno.
Ewan McGregor da vida a Jesucristo y a Satán en el filme de Rodrigo García, que utiliza la historia bíblica para reflexionar sobre las relaciones entre padres e hijos
Para ello recurre a un actor al que el espectador vincula con un personaje canalla y vividor, como Ewan McGregor, que siempre será el drogadicto Renton de Trainspotting, y que aquí se desdobla y despliega su encanto y pillería como el diablo y su versión más sensible como el hijo de dios. En esta dualidad, y en una operación parecida a la que acometía Scorsese en Silencio se plantea si existe alguien capaz de permitir que un chaval se quede huérfano, o un padre enviude dos veces. Alguien que cuando le necesitas no responde. Ni siquiera a su hijo que va a entregar su vida por él.
Las frases más complejas las dice ese Satanás que asegura haber visto la cara del creador y lo califica como “una criatura egocéntrica, sordomuda e insaciable”. Todo ello acariciado por la maravillosa fotografía de Emmanuel Lubezki, habitual de Terrence Malick, que aquí hace su magia con los desérticos paisajes donde se desarrolla el filme. García lleva hasta el final su duda, y no muestra a un Jesucristo vencedor, sino que le vemos fallar en la misión de salvar a esa familia que el Diablo le pone como reto.
La sorpresa cuando Rodrigo García anunció su nuevo filme fue generalizada. El director no tiene problemas en manifestar que no es creyente, pero que de alguna forma la historia fue creciendo dentro y tomando forma. "No soy una persona devota, por lo que empecé Últimos días en el desierto a ciegas, viéndome arrastrado a escribir sobre este episodio. La historia vino a mí de repente. El planteamiento se desarrolla en el clásico enfrentamiento entre la llamada divina del alma y el deseo individual de realización personal. Mi interés principal fueron las relaciones entre padres e hijos y las cosas que suelen ocurrirle a un joven que se convierte en hombre. Jesús, quizás el hijo más famoso de todos los tiempos, tiene que tomar la difícil decisión de entrar en el conflicto particular entre un padre y su hijo", cuenta el realizador en el libro de prensa.
Así que adiós a la religiosidad y bienvenidos los conflictos paternofiliales. Muchos han querido ver en estas conflictivas relaciones una forma de expresar la suya con Gabriel García Márquez, algo que él no ha querido negar del todo. “Tanto Jesús como el niño tratan de encontrar su destino bajo la presencia poderosa de su padre. No estoy ciego para no ver eso. Por eso escribir la segunda parte del filme fue tan extenuante, pero mi padre no es un dios silencioso”, contaba Rodrigo García a Los Angeles Times.
Un ejercicio freudiano de un realizador que siempre parece justificarse y demostrar que no está ahí por ser hijo de quién es. Escapar de la sombra de un padre que era un genio y por el que le preguntan en todas las entrevistas. Al final, lo que comenzó siendo una película sobre Jesucristo, lo fue sobre las relaciones entre padres e hijos.