Hollywood no es un lugar admirable. Lo amamos porque hemos convertido el mito en una especie de palabra sagrada de nuestra propia fe en los sueños. De hecho, Hollywood es un templo sobre el que se erige una industria y los principios de la segunda condicionan al primero. Exactamente igual que la basílica de San Pedro del Vaticano.
Una de las frases más crueles que se pueden escuchar en la meca del cine desde hace siete décadas es “veneno para la taquilla”. Box office poison, para ser literales. A esa expresión le importa muy poco los sentimientos, el esfuerzo, la ilusión, el talento… sólo valora el capital y sus condiciones. La rentabilidad se ha convertido en el peor enemigo de nuestra sociedad y, por mímesis, de nuestra cultura y entretenimiento.
No importa la calidad de tu trabajo, ni tu imaginación, ni el compromiso, ni nada de eso que siempre estuvo ligado al oficio de contar historias. Ahora, sólo interesa el dinero. Es el único factor que puede condicionar tu carrera. Esa sentencia, que es de las más antipáticas que ha inventado esa industria tan fabulosa como implacable, ha llegado a señalar a actores y actrices de la talla de Bette Davis, Robert Downey jr., Katherine Hepburn, Marlene Dietrich, Nicolas Cage, Joan Crawford, Leonardo Di Caprio o Johnny Depp.
Picadillo de taquilla
Eso nos hace pensar en los valores, perfectamente extrapolables, de una industria y una sociedad que te tasa, como si fueras un objeto, en la medida en la que resultas económicamente útil. Ryan Reynolds es sólo un nombre más que añadir a esa extensa e injusta lista. Si bien los estudios de Hollywood no tienen ni una cuarta parte del poder e influencia que tenían sobre las estrellas y sus vidas en los años cuarenta, sí prolongan esa sensación de estar cruzando un terreno pantanoso donde sólo ellos saben la disposición de las arenas movedizas.
De la misma manera que el miedo al desempleo condiciona la libertad de expresión de un periodista, el pánico que despierta en un actor acumular dos fracasos seguidos y que la profesión coloque su nombre bajo el epígrafe “veneno para la taquilla” también es un arma que los propios directivos emplean para someter el ego, siempre incontrolable, de algunos intérpretes.
De hecho, ser “veneno para la taquilla” es algo que beneficia sobre todo a los estudios, productores y distribuidores, que aprovechan las implicaciones de esa frase para negociar cachés a la baja y tener, de alguna manera, sometidas a esas figuras mediáticas que pueden darle visibilidad a sus productos.
Olvídate de ti
Ser Ryan Reynolds no es fácil. Y menos desde que la industria convierte a Ryan Gosling en una especie de competidor, como si no hubiese espacio en el cine para dos Ryans y tuvieran que ser comparados de por vida. Hasta yo mismo lo acabo de hacer cuando precisamente lo estaba criticando. Pero más allá de ese juego mediático perverso, el mayor inconveniente de Reynolds –o quizá sea su salvoconducto- reside en que nunca ha tenido una entidad propia como intérprete y parece haber construido una carrera sobre la determinación de ser un nuevo alguien en lugar de ser él mismo.
Ser ‘el nuevo George Clooney’, ‘el nuevo Hugh Grant’, ‘el nuevo Ben Affleck’ (que ya hay que ser cruel para vislumbrar eso) le ha empujado hacia una ausencia de carisma realmente ingrata. Apenas había rodado tres películas cuando Chris Evans ya apareció como ‘el nuevo Ryan Reynolds’. Todo muy demencial.
Algunos opinan que, a diferencia de miles de actores, Ryan Reynolds está teniendo muchas más oportunidades que otros “venenos para la taquilla” de alterar esa sentencia. No deja de recibir guiones, ha defendido protagonistas, hoy mismo estrena película en España (Life, de Daniel Espinosa), han intentado crearle una trayectoria en la comedia romántica y en el género de superhéroes, sin demasiado éxito.
Sin embargo, tengo la sensación que lo que Ryan Reynolds necesita es empezar a ser Ryan Reynolds, y no ‘el nuevo nadie’ ni el contrapeso de la balanza de Ryan Gosling. Tal vez eso no dependa de él y sí de Hollywood, de sus directivos y agentes, incluso de nosotros mismos, los espectadores. Pero ya sabemos que detrás de una industria uno no puede (ni debe) esperar dignidad, consideración y aprecio. Eso es algo con lo que debemos alimentar nuestra personalidad para poder encarar el día en el que la industria empiece a llamarnos veneno.