Cannes

En 1936, el fotógrafo Walker Evans y el escritor James Agee se instalaron varias semanas en Hale County, Alabama (EEUU). Allí, se gestó uno de los libros que mejor define lo que son los Estados Unidos, Elogiemos ahora a hombres famosos, que retrataba, con palabras de Agee y con imágenes de Evans, la vida de las familias de campesinos del algodón. Nada de lo que tenían esos trabajadores era de ellos. Todo era arrendado. Y terminaban un año de faena no con ganancias, sino con deudas. Si Evans y Agee tuviesen que hacer un retrato de la América contemporánea, quizá les saldría algo parecido al trabajo de Sean Baker.

En vez del blanco y negro de Evans, en el cine de Baker destaca el color. En su última película, The Florida Project, presentada en el festival de Cannes entre aplausos y emotivas lágrimas, los colores son los del cielo azulado de Florida y, sobre todo, es el lila chillón de Magic Castle, un motel convertido en refugio para las clases más bajas. Aquí ya no están los porches que describían James Agee y Walker Evans, sino los balcones comunitarios, que el conserje del motel, interpretado por Willem Dafoe, intenta mantener en orden. The Florida Project se instala exactamente en los márgenes, en los suburbios de Disney World, el complejo de hoteles y de parques temáticos, presidido por el Castillo de Cenicienta.

The Florida Project podría apelar también a toda la tradición americana de fotografías de carretera, cuyo imaginario está plagado de moteles y de diners. Baker retrata un mundo que, como si se tratase precisamente de una película de Disney, parece irreal, una fantasía. Una tienda llamada Orange World tiene forma de naranja gigante. The Gift Shop es una enorme cara sonriente; y la heladería es un edificio envuelto, cómo no, de un gran cucurucho. Baker retrata este lugar imposible, de asfalto y plástico, con un motel que convive con el ruido de los helicópteros. Todo parece mentira, un cuento sin hadas. Y, sin embargo, todo es verdad. Todo es Estados Unidos.

El drama de los “hidden homeless”

En la presentación de The Florida Project, se proyectó un vídeo de Willem Dafoe, que dijo que se trata de una película especialmente pertinente en el contexto político actual, pues retrata la situación de los “hidden homeless”. En verdad, más allá del espacio, construido en los márgenes del exitoso parque temático, lo verdaderamente importante de The Florida Project es la gente que retrata. Son personas enredadas en la trampa de un sistema que les niega constantemente. Son gente sin dinero, abocados a su vez al consumo, en un giro perverso de la rueda del neoliberalismo.

The Florida Project comienza a gritos, los de Moonee, una niña hiperactiva e incontrolable, que vive en el motel Magic Castle con su madre, una mujer de 22 años. Baker ofrece una película luminosa, vitalista y conmovedora, que huye de los miserabilismos que suelen poblar el cine de denuncia. Quizá por eso, los llantos de la actriz Brooklynn Kimberly Prince, que interpreta a Moonee, al final de la proyección, fueron tan hermosos. La estética de la película se nutre de la energía de los personajes, de la mirada y acciones de unos niños que juegan y viven, por momentos ajenos a la situación de riesgo en que se encuentran.

La película sigue a Moonee, a su madre y al conserje, habitantes de un microcosmos que resume la pobreza de la América olvidada, tanto por el país como por el imaginario que construye la ficción. En el fondo, la sombra de Trump cubre cada uno de los brillantes planos de The Florida Project, y Disney World, el parque de fantasía y sueño que los protagonistas de la película no pueden pagar, aparece como una idea, como el símbolo de una brecha social que se ensancha.

Punks vs alienígenas

Willem Dafoe es el primer actor de renombre en participar en el cine de Sean Baker. El director de Nueva Jersey se dio a conocer sobre todo gracias a Tangerine, una película que suponía una pequeña revolución. Grabada con un iPhone 5, Tangerine narraba las aventuras de una mujer transexual recién salida de prisión por las calles de Los Ángeles. La subversión no estaba únicamente en el dispositivo, adaptado a las necesidades de la gran pantalla gracias a tres ajustes: un adaptador anamórfico, la aplicación Filmic Pro y un estabilizador de Steadicam. No, la revolución estaba también en el cásting: en un cine como el norteamericano, en el que estrellas como Jared Leto han arrasado con los elogios por encarnar a transexuales, la película de Baker contaba con actrices transexuales.

Como Sean Baker, John Cameron Mitchell, que interpretó a una estrella de rock transgénero en su película Hedwig and the Angry Inch, también nació de la escena cinematográfica indie. Ayer presentó su nueva película en Cannes. En How to Talk to Girls in Parties, el director estadounidense se traslada al Reino Unido y adapta el cómic de Neil Gaiman. La película lleva la historieta de Gaiman a 1977, en pleno apogeo del punk. El resultado es un experimento alocado, en el que el punk se mezcla con los marcianos, en el que todos van disfrazados, en el que Elle Fanning interpreta a una extraterrestre y dice cosas que no entiende ni ella, y Nicole Kidman encarna a una extravagante diseñadora.

Lo interesante de How to Talk to Girls in Parties está en la capacidad de Cameron Mitchell de convertir este relato de ciencia ficción en una suerte de fantasía de trasfondo queer. En un momento de la película, una marciana que está teniendo sexo con una humana crea otro cuerpo, de apariencia masculina. Y la líder de los alienígenas lleva un peinado parecido al de la reina de Inglaterra, y sin embargo su rostro es el de un hombre. Los géneros se mezclan, como suele gustarle a Cameron Mitchell, dispuesto a mezclarlo todo en una delirante fiesta de disfraces.

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