En plena era del cine comercial testosterónico, el estreno de una película sobre Wonder Woman, la célebre heroína de DC Comics, es un notición. Su celebración, lógica y más que merecida. Y su éxito en taquilla, una lección en toda regla para una industria, la del cine, eminentemente masculina. Pero eso no impide preguntarse si basta con una heroína (y tres chistes cómplices bien escritos) para hablar de blockbuster femenino o de un cambio real en la industria cinematográfica. No basta. Una película como Wonder Woman no es el fin del trayecto, sino el principio del camino hacia un cine comercial que necesita (mucho) y pide (aún más, solo hay que escuchar un poco) voces, talento y personajes femeninos.
La película de Patty Jenkins (Monster) es un maravilloso paso adelante: una película de superhéroes con protagonista femenina y dirigida por una mujer (¿a cuántas le han dado últimamente un presupuesto así para rodar? ¿A ninguna?). Pero no es el triunfo definitivo. Por eso no hay que picar y dar las gracias como si no hubiera un mañana. Wonder Woman es un excitante punto de partida, resultado, obviamente, de un esfuerzo colectivo femenino que viene de muy lejos. Pero no es la solución a todos los males, y eso no sólo lo indica su condición de rareza (el siguiente gran paso será que una película grande dirigida y/o protagonizada por una mujer no se vea como un exotismo), sino también el hecho de que, en realidad, no sea tan distinta del resto de blockbusters que consumimos. Hay algo (mucho) en Wonder Woman de jugada prefabricada, de propuesta que busca antes contentar que cambiar de verdad las reglas del juego, reflejar los cambios culturales y tener en cuenta la perspectiva femenina.
Claro que Wonder Woman es una película eficaz, claro que es mejor que Batman v Superman: El amanecer de la justicia (2016) y Escuadrón Suicida (2016). Tampoco había que correr mucho. Y claro que ver a una mujer poderosa repartiendo durante más de dos horas es un subidón. Pero, aun siendo (por razones que no tienen que ver exclusivamente con que la protagonista sea mujer) una de las películas de superhéroes más compactas de los últimos años, ¿estamos ante algo que no hayamos visto antes? ¿Ante algo realmente atrevido e inspirador? ¿Ante un cambio de paradigma? Pues no. Wonder Woman tiene un primer acto magnífico, una microfantasía heroica ambientada en Themyscira, La Isla de las Amazonas, que abruma y apunta cosas que nunca llegan. Tiene sentido del espectáculo y de la aventura. Tiene a la magnética Gal Gadot casi en todos sus planos. Y avanza con una claridad y un ritmo poco comunes en el blockbuster actual. Pero también recuerda demasiado a otra película, “Capitán América: El primer vengador” (2011), es muy esclava de cómo concibe la acción Zack Snyder, productor del filme, y descarrila en un fin de fiesta atropellado y atronador.
Pero el principal problema, volviendo otra vez al principio, es la falta de un cambio de enfoque real, honesto y arrollador. Wonder Woman es Wonder Woman a ratos. Por mucho que deslumbre Gadot y por muchos chascarrillos cómplices con las espectadoras que cuele el guionista Allan Heinberg (tienen mucha gracia, eso es innegable), personaje y película están encorsetados en los códigos del blockbuster contemporáneo, esta vez solo un poquitín menos masculino. Hay varias pruebas. La más importante, la falta de un interés real por crear y, sobre todo, construir un personaje femenino interesante (conectado con la realidad aun moviéndose en parámetros fantásticos). Otras, algo más llamativas, la evidencia de que el comparsa de Wonder Woman (Chris Pine) es diez veces más importante de lo que suele ser la compañera del héroe, casi siempre reducida a mero interés romántico, y los codazos que dan los malos para robarle el protagonismo a la maravillosa (y desaprovechada) villana que encarna Elena Anaya.