Es este un momento en el que la urgencia informativa, la avalancha de opiniones y la rápida caducidad de las mismas parecen obligar a encontrar ángulos singulares (o directamente imposibles) desde los que encarar las películas y, si es posible, a ser muy ingeniosos a la hora de explicarlas. Pero a veces aparecen películas que rechazan esos enfoques sofisticados y llamativos porque, de alguna manera, someterlas a un análisis supuestamente ocurrente es lo más parecido a atacar su pureza. Y porque con su fuerza y su honestidad están por encima de todo eso. Verano 1993, primer largo de la directora catalana Carla Simón, es una de esas películas. La claridad, a todos los niveles, de la propuesta, el espacio real del que parte (real porque así lo sentimos, independientemente de su naturaleza autobiográfica) y su franqueza anulan al espectador y/o crítico en busca de interpretaciones ocurrentes. Pese a su complejidad temática y emocional, Verano 1993 se expresa con una sinceridad y una sencillez que desarman.
La historia de Frida (Laia Artigas), una niña de 6 años que vive su primer verano sin su madre, recientemente fallecida, y al abrigo de su nueva familia (sus tíos y su prima, más pequeña que ella), es también la historia personal de la directora. En Verano 1993 se encuentra, de una forma extraña, casi misteriosa, el punto de vista de la niña protagonista, inocente e incapaz de gestionar sus afectos y entender lo que sucede a su alrededor, y el de la directora, alterado por el tiempo, la memoria y el aprendizaje. Ahí está su fuerza, en una narración que combina con una lucidez pasmosa las emociones del descubrimiento (las de Frida) y las conclusiones de la experiencia (las de Carla Simón). Por eso no es ni cándida ni amarga.
Por eso es un relato luminoso que a veces se oscurece. Por eso ni sobrevalora la sabiduría del adulto ni idealiza la pureza de la infancia. Por eso sus emociones aprietan pero nunca ahogan. Por eso habla de cosas tan complejas y dolorosas como la pérdida en la infancia, la experiencia precoz del duelo y la conciencia prematura de la muerte con tanta claridad y sin el esquematismo, la compasión y el exceso emocional de tantos relatos narrados desde la distancia equivocada. También aborda todo eso con arrojo, explorando temas como los claroscuros de la infancia (Frida, en su doloroso proceso de adaptación y comprensión, hace cosas terribles) y la torpeza y la ignorancia con la que los adultos del filme gestionan asuntos como la enfermedad de la mamá de Frida, víctima de sida.
Carla Simón esquiva la palabra para explicar la historia de Frida, para explicar su propia historia. Da pereza utilizar esta expresión (y a menudo la utilizamos mal), pero realmente Verano 1993 es una película de gestos y de miradas. Todo está ahí, en el movimiento de los personajes por el espacio (Frida explora un territorio nuevo, el resto la acogen sin reservas pero sienten su intimidad invadida), en su posición, en la ambigüedad de sus expresiones y sus muecas. La directora observa a los personajes con delicadeza y paciencia, sobre todo a las niñas (la protagonista y su prima, encarnada por la pequeña Paula Robles), y captura todos los gestos, por cotidianos y sutiles que sean, que explican su historia. Verano 1993 brilla más en esas largas escenas de tránsito sobre la aclimatación de la protagonista y su nueva familia (la escena final es extraordinaria), que en otras más escritas y actuadas en las que, aun con sutileza, se verbalizan los conflictos. He visto Verano 1993 dos veces.
La primera tuve la sensación de estar ante un ensayo general, ante una especie de work in progress en busca de la naturalidad y las emociones de las niñas protagonistas. Pero la segunda comprendí que esa sensación de cine en construcción, de película que parece hacerse sobre la marcha, me ayudaba a entender ese periodo en la vida de Frida porque precisamente Verano 1993 trata de eso, del ensayo de una nueva vida.