Lo de Tom Cruise en Barry Seal: El traficante, inocente traducción/sinopsis del original y más expeditivo American Made, es sencillamente alucinante. Se me ocurren pocos actores en activo que consigan lo mismo que él en lo nuevo de Doug Liman: ser a la vez estrella y personaje. Está más Tom Cruise que nunca. Nos recuerda cada dos minutos (no me suena un uso reciente con más guasa del recurso de hablar a cámara) que no tiene rival, que tiene un carisma sobrenatural y que los que pensaban que había dado un bajón estaban equivocados: lo de La momia (2017) fue, sin duda, un desliz sin importancia.
Pero, al mismo tiempo, crea un personaje con entidad, no permite que el ego de la estrella (el suyo) arruine la función. El equilibrio celebridad/personaje es difícil de encontrar, pero Cruise y Liman lo consiguen y Barry Seal: El traficante crece con ello, se dispara. Pasa de ser un thriller de acción correcto a un blockbuster con mucho rollo e insólitamente atípico.
Pero, aunque podría ser así perfectamente, la propuesta no solo funciona por obra y (sobre todo) gracia de Tom Cruise. Director de varias películas magníficas, entre ellas The Bourne Identity: El caso Bourne (2002) y Sr. y Sra. Smith (2005), Liman también pone de su parte. Barry Seal: El traficante está inspirada en la historia real de un ex piloto de la TWA que, entre finales de los 70 y principios de los 80 y (según la película) debido a una mezcla de temeridad y ganas de marcha y de dinero, se vio trabajando de manera simultánea para la CIA, la DEA (Administración para el Control de Drogas) y el Cártel de Medellín.
Jugó con fuego y, obviamente, se acabó quemando: fue asesinado en 1986. Pero, en el ínterin, infló su ego y amasó una fastuosa y delirante fortuna en unos Estados Unidos (el final de la presidencia de Jimmy Carter y la entrada en la era Reagan) señalados por la confusión y el conflicto. A partir de un guión de Gary Spinelli, Liman levanta un thriller de acción competente, enérgico y más ambicioso que el noventa por ciento de las películas con clara voluntad comercial que consumimos hoy día.
Tiene Barry Seal: El traficante un problema relativo. Es muy esclava de la influencia de Martin Scorsese. En todo. En la estructura narrativa, en la utilización del humor y, por supuesto, en la presentación y el tratamiento del protagonista: esos personajes (sin ir más lejos, Jordan Belfort en El lobo de Wall Street) canallas y con gracia alzados en la síntesis de un país igual de canalla pero no siempre con tanta gracia.
Pero que tire la primera piedra el director capaz de esquivar el influjo del maestro metiéndose en una historia que, más que verídica, parece escrita para él. Liman no rueda una película demasiado personal, aunque se pueden apreciar ciertas decisiones, sobre todo formales, típicas de su cine. Pero sí levanta una propuesta más que competente.
Barry Seal: El traficante funciona por la socarronería con la que Liman diluye, tanto en los personajes como en lo que estos representan, la separación entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo correcto y lo moralmente reprobable. Por cómo están trabajados el texto (eficaz utilización de un humor corrosivo) y la forma (el juego con los formatos para recrear con fidelidad la época) para esbozar con la mayor lucidez y mordacidad posible la política estadounidense de esos años.
Y, sobre todo, por la habilidad y el ritmazo con los que el director orquesta el sinsentido que rodea al protagonista, ese vaivén incesante e histérico de personajes con su propia agenda y sus (siempre oscuros) intereses cruzados.
Es curioso, Cruise no estaba tan risueño y canalla en una película desde Cocktail (1988). Obviamente, la película de Liman y la de Roger Donaldson (reprobable en muchos sentidos pero, aun así, más que curiosa como visión monstruosa del sueño americano) son propuestas completamente distintas.
Pero en ambas se recurre a la irresistible socarronería del actor, una estrella en ascenso en Cocktail y la estrella más grande del firmamento en la de Liman, para mostrar las luces y las sombras de Estados Unidos.