En esa ducha escocesa que es el cine español, donde sin solución de continuidad se pasa del lamento agónico sobre la precaria situación del sector a la borrachera eufórica cuando, como ahora, se da una buena conjunción de cintas patrias entre las más taquilleras, probablemente no exista otro caso parecido al de Álex de la Iglesia (Bilbao, 1965).
Y es que da la sensación de que esas cordilleras en las que los demás suelen pinchar a la primera o segunda subida no van con él. Para él, serían más bien olas que sabe cómo surfear. Sólo así se explica que no sólo haya mantenido una carrera constante como director, desde que deslumbrara a todos con aquel prodigio que era El día de la bestia (1995), sino que sea capaz de estrenar dos películas con poco más de ocho meses de diferencia. Tal y como se está poniendo el panorama, firmar un doblete (este año lo ha hecho con El bar y la inminente Perfectos desconocidos) es algo insólito, un caso único.
También, por haberlo conseguido manteniendo un estilo propio, identificable. Aunque él reniegue de la etiqueta de autor, es indudable que en todas sus cintas hay algo que lo hace perfectamente reconocible y que demuestra que, además de ser el director más prolífico ahora mismo, es también el que goza de un mayor nivel de libertad a la hora de encarar sus proyectos. Salvo, quizá, en el documental Messi (2014), dedicado al astro azulgrana y donde la ausencia de huella personal deja bien claro que se trató de un encargo.
Unido a un guionista, Jorge Guerricaechevarría, que en realidad es mucho más y con el que forma un tándem creativo con el que ha encarado la mayor parte de sus proyectos (y cuya falta se hace notar, como ocurrió en 2011 con La chispa de la vida), De la Iglesia ha logrado encontrar ese punto en el que las distintas vetas de lo popular confluyen. En este sentido, su debut en 1993 con Acción mutante (si dejamos a un lado el corto de dos años antes Mirindas asesinas, probablemente uno de los más recordados e influyentes de la historia) era toda una declaración de principios, porque sumaba en un cóctel innovador los lugares comunes de la ciencia-ficción de serie B con una vuelta de tuerca al costumbrismo, o incluso el esperpento, más hispano, donde las huellas de Berlanga o de Ferreri eran visibles incluso entre las rocas del planeta Axturias.
Desde entonces, prácticamente todas sus cintas (Perdita Durango, de 1997, se salía de este esquema, y quizá por ello siga siendo la más inclasificable de su filmografía) han jugado con los dos elementos en distintas proporciones. Y por ello, sus dos mayores éxitos (El día de la bestia y La comunidad, del 2000) marcan, en cierta forma, los dos extremos. Curtido en la generación de la televisión, el Super-8 y el vídeo VHS, demostró como pocos en la primera que comprendía cómo se forja una imagen para permanecer en la retina, cómo el cine es capaz de dar entidad perdurable a lugares que tenemos tan asumidos que hemos llegado a no ver, como hizo él al hacer colgar a Santiago Segura del luminoso de Schweppes de la Gran Vía madrileña, una de las más memorables de nuestro cine. Y en la segunda, gracias a la lente de aumento y de llevar al límite nuestras contradicciones y nuestras más íntimas pulsiones, logró desatar los escenarios de pesadilla que laten en cualquier junta de vecinos.
Maestro en regalar a los actores nuevos registros con los que reverdecer su estatus (de Antonio Resines a Mario Casas, de Carmen Maura a Hugo Silva, de Sancho Gracia a José Mota), ha logrado forjar una alianza con un grupo de intérpretes fetiche (entre otros Enrique Villén, Manuel Tallafé, Santiago Segura o los desaparecidos Álex Angulo y Terele Pávez) que ayudan a poner en pie unas historias que, normalmente, desembocan en agotadores homenajes al exceso que llegan a hacer crujir las costuras (como sucedía, por ejemplo, en Balada triste de trompeta, de 2010, por otro lado reconocida en Venecia).
Una vez que parece que hace aguas su vinculación con la resurrección de las cintas del héroe mexicano Santo, que iba a protagonizar el hijo de éste, habrá que ver si mantiene el ritmo o se toma un descanso. Por lo pronto, prosigue con su labor de productor, donde ha apoyado a nuevos talentos como Eduardo Casanova en Pieles (2017), tal y como hicieron los hermanos Almodóvar en sus comienzos. Si el ritmo imparable de De la Iglesia se detiene, a saber si el cine español se recuperaría de la pérdida de la que es una de sus pocas constantes.