Una vez concedido el premio Nobel de Literatura a un cantante como Bob Dylan, la veda está abierta. Si la Academia Sueca ha decidido que el uso de la palabra se escapa de los habituales y canónicos géneros literarios para abrazar todo tipo de artes cruzadas, es hora de buscar nuevos candidatos en lugares no constreñidos por las tapas de un libro. Y si nos dejamos guiar por ese criterio, nadie mejor que Aaron Sorkin (Nueva York, 1961), ese guionista contra corriente que sigue pensando, en medio del hegemónico rodillo audiovisual, que lo que sale de la boca de los actores en las películas es lo que verdaderamente importa.
Tanto es así, que llama la atención cómo el perfecto entramado que levantó para Steve Jobs (Danny Boyle, 2015) pasó prácticamente desapercibido. Hubo quien lo calificó como de teatro filmado, cuando en realidad era un inteligente artefacto que sólo tenía sentido en el marco de una pantalla de cine. Y es que era puro Sorkin, con esa mirada que siempre lanza a los bastidores, a lo que ocurre justo antes de que un presidente salga a leer un discurso, o un gran gurú de la tecnología comparezca ante sus accionistas. Cuando las personalidades se revelan, sin trucos ni maquillajes. Cuando revelan su condición tan humana como la de cualquiera.
Ahora, Sorkin da un paso adelante encargándose también de la dirección en Molly’s Game. Un reto que, según ha declarado, le ha hecho asomarse a lo que directores tan enormes como David Fincher, Mike Nichols o Rob Reiner sintieron al tener que poner en imágenes sus guiones, que ocupan muchas más páginas de lo que suele ser habitual en Hollywood. Y que le ha llevado a trabajar seriamente el incluir suficientes pausas para que los actores (encabezados por Jessica Chastain e Idris Elba) puedan tomar aire en sus diálogos.
Pero nada más ha cambiado, porque Sorkin es siempre fiel a lo que se espera de él. La historia real de Molly Bloom, una ex esquiadora olímpica que logró convertirse en una de las mayores organizadoras de estratosféricas partidas de póquer, le sirve para volver a contarnos una de sus historias preferidas: la de alguien que logra abrirse camino en un mundo que en principio le está vedado, y que pasa de contemplar desde la periferia a hacer suyo. Como el Mark Zuckerberg que retrataba en La red social (David Fincher, 2010), el manager de un equipo encarnado por Brad Pitt que introducía las matemáticas en el béisbol de Moneyball (Bennet Miller, 2011, guión en colaboración con Steven Zaillian) o, incluso, el personaje de Tom Cruise que se enfrentaba a la maquinaria jurídica de la Marina estadounidense en su debut, Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992).
Algo que tiene mucho que ver con cómo él mismo llegó a ser guionista. Tras intentar infructuosamente ser actor, y tener que callarse cuando se juntaba con amigos que eran capaces de hablar durante horas de forma sofisticada sobre películas y cineastas (él sólo era capaz de decir si tal o cual película le gustaba o no), descubrió un buen día que se puso a jugar con la máquina de escribir eléctrica de un amigo que sólo cuando creaba diálogos se sentía con seguridad suficiente para expresar todo lo que rebullía en su interior.
Fue ese impulso el que contribuyó al nacimiento del “toque Sorkin”, esas torrenciales conversaciones que se suceden mientras quienes las sostienen van caminando, y que tan distintivas se volvieron en su obra maestra, la serie El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006), de la que escribió íntegras las cuatro primeras temporadas, un esfuerzo equivalente al de haber firmado los libretos de once largometrajes. Un esfuerzo titánico que le llevó al borde del colapso por la adicción a las drogas que consumía para poder mantener el ritmo, y del que logró salir tras pasar por una clínica especializada en la que coincidió con la también adicta Carrie Fisher, quien se convirtió en su consejera para lograr superarlo totalmente.
Molly’s Game llega en un momento crucial para Sorkin, porque necesita reivindicar en taquilla lo que ya tiene ganado más que de sobra en prestigio. Que su última creación televisiva, The Newsroom (2012-14), tuviera una recepción más bien tibia, se une al batacazo de Steve Jobs para que los ejecutivos de Hollywood comiencen a levantar la ceja. Pero eso difícilmente cambiará a quien se ha convertido, por derecho propio, en el enemigo público número uno de los escritores de subtítulos, que luchan por seguir el ritmo de lo que se dice en pantalla; el guionista capaz de hacer música con las palabras y cuya frase favorita de todos los tiempos es la del jefe Brody en Tiburón (Steven Spielberg, 1975): “Vas a necesitar un barco más grande”.