John Waters incluía hace unos días El museo de las maravillas entre sus películas favoritas de 2017 y decía esto en sus comentarios para la revista Artforum: “¿Quieres hacerle un test de inteligencia a tus hijos cinéfilos? Llévalos simplemente a ver esta película bellamente realizada, una película para niños sobre personas con discapacidad auditiva, protagonizada por un niña idéntica a Simone Signoret. Si a tus pequeños les gusta la película es que son inteligentes. Si no les gusta, son estúpidos”. Me gusta Waters, suelen gustarme sus balances de lo mejor del año y reconozco que este es un buen argumento, como mínimo llamativo.
Pero, de alguna manera, me parece raro que lo utilice para elogiar una película que justo hace lo contrario: dejar a sus protagonistas, dos niños de distintas épocas, frente a la inmensidad de un mundo por descubrir y dejarles perderse en él, investigarlo, temerle, amarlo y odiarlo con la más absoluta libertad, sin juzgarles por las cosas que les fascinan, las que no entienden o las que descartan. Sobre todo cuando el universo que recrea Todd Haynes en El museo de las maravillas, sintetizado en una Nueva York en perpetuo movimiento y fotografiado en blanco y negro (cuando la historia sucede en 1927) y color (cuando pasa en 1977), funciona como metáfora del cine y no a la inversa, una decisión bellísima que convierte su película en una obra extraordinaria.
Ese mundo real (para los personajes) y cinematográfico (para ellos y para nosotros) se despliega como un auténtico museo de las maravillas a ojos de sus protagonistas. Se trata de Rose (Millicent Simmonds) y Ben (Oakes Fegley), dos niños que experimentan en distintas épocas –alternadas y conectadas– un dolor muy parecido, una sensación similar de orfandad y un mismo proceso de búsqueda con Nueva York como escenario. La niña abandona Nueva Jersey en los años 20 dispuesta a encontrar en la ciudad a su madre, una actriz de cine mudo a la que idolatra.
El niño, huérfano de madre, se escapa de Minnesota para perderse en la Nueva York de los 70, saturada de vida y de colores, tras la pista de un padre al que no conoce. Todd Haynes, que adapta en esta ocasión una novela de Brian Selznick, también autor del libro que inspiró La invención de Hugo (2011) de Martin Scorsese, alterna ambas historias –y, con ellas, las maneras del cine de las épocas en las que estas se ambientan– en una preciosa y emocionante sinfonía visual y sonora que parece ser observada a través de un zoótropo.
Es cierto que el símil entre ambas narraciones y las variaciones del propio medio es demasiado evidente, demasiado sencillo, demasiado cándido. Quizá resulte extraño al tratarse de una película de Haynes, cineasta que, sin excluir la emoción (pero trabajándola de una forma siempre particular), tiene un talante eminentemente reflexivo. Pero no hay que confundir esa claridad con el vacío, ni su delicadeza con lo cursi. La candidez de El museo de las maravillas no es la de su historia, sino la de sus personajes. A fin de cuentas, la base del delicado artefacto que el director de Carol (2015) levanta entorno a ellos es el dolor y la pérdida. Eso sí, en lo que aleja la película de Haynes del noventa por ciento de películas de aprendizaje con niños, las heridas de los personajes no son obstáculos, sino puntos de fuga. Puntos de fuga a lugares que a veces son ariscos y otras, como el Museo de Historia Natural de Nueva York en la película, espacios abiertos al consuelo y la maravilla.