En una ocasión, el director mexicano Guilllermo del Toro (Guadalajara, 1964) explicó así su admiración por el género de terror: “Esos directores han hecho grandes obras de arte en un género que la mayor parte de la gente simplemente tiraría a la basura, porque piensan que no es importante. Pero Suspense (una cinta de Jack Clayton de 1961) es tan poderosa como como cualquier otra película de cualquier género. Se eleva sobre las demás”.
Sin embargo, este respeto por la serie B es difícilmente compartido por la crítica académica y de ceja alta. De hecho, lo habitual es enfrentarse a un doble carril en el mundo del cine: por un lado está la gente formal y seria, la que triunfa en festivales llenos de prestigio y con el convencimiento de estar contribuyendo al avance del arte. Por el otro, esos otros festivales llenos de colorido, en los que muchos asistentes se disfrazan como sus personajes favoritos (¿habrá ido alguna vez alguien a Cannes vestido como alguien salido de una película de Tarkovski?) y, en lugar de ver las películas en un riguroso silencio eclesiástico, son capaces de celebrar con entusiasmados decibelios todo aquello que les hace disfrutar. Dos mundos irreconciliables.
Es innumerable la lista de directores que no han logrado romper los corsés de haber hecho buen cine con presupuestos ridículos, precarios efectos de látex y argumentos enloquecidos para entrar por la puerta grande de la academia. Y en esto llega Guillermo del Toro, un tipo capaz de llevarse a casa con La forma del agua, su última película y que ahora llega a nuestras pantallas, el prestigiosísimo León del Oro del último Festival de Venecia y de hacerla candidata a 13 Oscar. El mismo tipo que tiene la osadía de decir que su Pacific Rim (2013), una historia en la que robots gigantes se dan de tortas con monstruos surgidos de las profundidades marinas mientras arrasan con ciudades enteras, en realidad es expresión de los mismos temas y preocupaciones que le llevaron a firmar El laberinto del fauno (2006), su mayor éxito de crítica hasta ahora.
Podría parecer demasiado, pero sin embargo Del Toro ha conseguido el reconocimiento por hacer algo que, cada uno a su estilo, comparte con sus compatriotas y compañeros de generación Alfonso Cuarón y Alejandro G. Iñárritu: demostrar una visión capaz de digerir todo tipo de cine para trascender los géneros, sin renunciar por ello a hacer una buena obra cinematográfica.
Y para hacer obras luminosas que parten del horror porque, como afirmó en una rueda de prensa, todo descansa en que “soy mexicano". "Nadie ama más la vida que nosotros, porque somos muy conscientes de la muerte. Me parece que cuando tomas en cuenta la oscuridad para hablar sobre la luz, ésa es la verdadera realidad.” Unas declaraciones que han arrasado en redes, donde ha triunfado el hashtag #PorqueSoyMexicano, y desencadenado el aluvión de memes que hoy en día son el mayor termómetro de popularidad.
Del Toro no parece especialmente alterado por las acusaciones de plagio de La forma del agua, desde las un poco tomadas por los pelos de Jean-Pierre Jeunet, el director de Amelie (2001), por una escena en particular, o las más fundamentadas que señalarían a una cinta soviética de 1962, El hombre anfibio, dirigida por Vladimir Chebotariov y Gennadi Kazanski, como algo más que una inspiración para su historia de amor entre una criatura marina y una mujer muda (por su parte, el holandés Marc S. Nollkaemper, director en 2015 del corto The Space Between Us, y que también ha sido señalado como fuente de plagio, ha admitido que su parecido descansa simplemente en que a los dos se les ocurrió una idea parecida). El universo de Del Toro es único, pero a la vez denota todo el maremágnum de influencias de alguien que, de niño, veía cómo su ultracatólica abuela le llenaba los zapatos de piedras para dañarle los pies mientras caminaba hacia el colegio, y así purgar su pecado de adorar a los monstruos sobre todas las cosas.
Puede que finalmente, La forma del agua no logre la cosecha esperada y se tenga que conformar con algunas estatuillas menores y la consolación de las nominaciones, como ocurrió en 2016 con otra cinta de género como Mad Max: Fury Road, de George Miller. O puede que se obre el milagro, se lleve a casa la estatuilla a Mejor Película y esos dos mundos aparentemente irreconciliables se unan para proclamar por qué el cine sigue mereciendo la pena.