No importa el criterio por el que se mire, Jennifer Lawrence (Louisville, Kentucky, 1990) es la gran estrella del panorama cinematográfico actual. No en vano, tiene un Oscar (por El lado bueno de las cosas, dirigida por David O. Russell en 2012) y estuvo nominada a otros tres (por su debut como protagonista, la indie Winter's Bone, dirigida por Debra Granik en 2010; y dos más de nuevo a las órdenes de Russell, como actriz de reparto de La gran estafa americana, en 2013, y principal de Joy, en 2015). Si prefieren otro criterio, tampoco tiene rival: aunque sus últimos títulos hayan flojeado con respecto a lo habitual en ella, sigue siendo la intérprete mejor pagada de Hollywood.
Pero si hablamos de servidumbres, de que cada acto, cada palabra, sea escrutada y valorada por medios y redes sociales, estaríamos ante un nivel ya sólo equiparable al de una Angelina Jolie. En apenas diez días, hemos visto cómo pasó de ser criticada en los canales de moda por la extrema sobriedad del vestido que llevó a los BAFTA, en solidaridad con los movimientos Time's Up y #MeToo, a ser celebrada por un look definido (cabría decir que incluso con alivio) como "de princesa" por parte de los canales de moda, a ser de nuevo criticada por aparecer escotada con un vestido de Versace en una foto en un posado una terraza, mientras el resto de sus compañeros de Gorrión rojo (Francis Lawrence), que ahora estrena, iban convenientemente protegidos del frío londinense.
Lawrence reaccionó a las protestas que indicaban que la foto era sexista diciendo, poco más o menos, que hacía lo que le daba la gana, y que no iba a esconder bajo un abrigo un vestido tan divino. Y es que ésa es otra de sus características: la incontinencia verbal. Orgullosa de su nacimiento en Kentucky, reivindica la espontaneidad, y no son pocas las ocasiones en las que su desdén por las convenciones la ha llevado a situaciones incómodas.
Parece claro que Lawrence no termina de sentirse a gusto en un estatus al que, en realidad, no da demasiada importancia: "¿Por qué tendría que ser una engreída? No estoy salvando la vida de nadie. Hay médicos que salvan vidas y bomberos que se meten en edificios en llamas; yo hago películas. Es estúpido." Aunque también reconoce la comodidad que le da, a sus 27 años, disponer de una cuenta corriente millonaria que le permite tomarse períodos sabáticos en los que se retira de un mundo en exceso asfixiante. El último lo acaba de anunciar, y la llevará a dedicarse por un tiempo a colaborar con una ONG dedicada a concienciar a la gente, especialmente a los más jóvenes, contra la corrupción.
Porque Lawrence, además de extraordinaria actriz, es la cara visible de toda una generación (es la única persona nacida en los noventa que haya ganado un Oscar) acostumbrada a que sus estrellas no habiten altos pedestales alejados de su alcance. Crecidos al calor de Instagram y sus antecesoras, siguen el día a día de sus ídolos, incluso en los momentos más cotidianos, e incluso pueden responderles, alabarles o criticarles en tiempo real. Jennifer Lawrence lo vivió en carne propia cuando una serie de fotos en las que aparecía desnuda fueron hackeadas en 2014 y diseminadas por la red: "Sentí que me violaba todo el planeta", explicaba en una reciente entrevista en The Hollywood Reporter.
También, no lo olvidemos, encarna uno de los grandes iconos que representan el auge de un nuevo feminismo y de la crisis de los roles tradicionales de género. Su Katniss Kaverdeen de la saga de Los juegos del hambre (2012-15) ha acompañado, como sucedía con las novelas de Suzanne Collins, a toda una generación que fue creciendo con la historia de esta joven forzada a ser rebelde y a subvertir desde dentro las injusticias del sistema. Armada con su arco, su llamada además a la solidaridad de grupo para enfrentar a los poderosos quedará como una de las imágenes culturales del convulso escenario social post-crisis.
Habrá que ver el derrotero que sigue la carrera de Lawrence, si conseguirá forjarse una larga y exitosa, o si permanecerá siempre anclada en el megaéxito de la saga. Quizá su papel como Mística en las nuevas entregas de X-Men (que repetirá este año en X-Men: Fénix oscura, a las órdenes de Simon Kinberg) pueda darle algunas pistas sobre cómo hacerlo, pero parece difícil imaginarla copiando la identidad de otra persona.