Las cunetas de las carreteras españolas guardan los cuerpos de más de 120.000 asesinados por el régimen de Franco. El estado español sigue sin hacer nada al respecto, y las familias de las víctimas piden poder enterrar a sus antepasados de una forma digna sin que nadie les haga caso. Las pocas veces que se desentierra un cadáver es gracias a la ayuda de voluntarios, muchos de ellos extranjeros, que no entienden lo que ocurre en el segundo país con más fosas comunes, sólo superado por Camboya.
Entre esos muertos se encuentra Federico García Lorca, el poeta español fusilado y del que nadie rescató sus huesos para darle el entierro que merecía. Una figura que tenía todo lo que odiaba franco: de izquierdas, poeta, y homosexual. Por ello, muchos consideran a Lorca la primera muerte LGTBI de la dictadura franquista, como recuerda el documental Pero que todos sepan que no he muerto, dirigido por Andrea Weiss, y que se estrena este viernes.
Un trabajo que bucea en la necesidad de afrontar nuestra memoria histórica, y que concreta en la situación de los gays y las lesbianas en nuestro país durante la dictadura. Todos vivieron una vida de miedo, represión y castigos por su condición sexual, especialmente los hombres, que sufrieron palizas en las calles, en las cárceles y la marginación social. También se les intentaba’ curar’ mediante electroshocks y sometiéndoles a una terapia de imágenes masculinas.
Datos que la mayor parte de la sociedad actual desconocen, pero que se recuperan aquí para que nadie olvide que hasta finales de los años 70 la homosexualidad estaba prohibida y castigada, como cuenta en primera persona Antoni Ruiz, presidente de la asociación de expresos sociales, y que fue detenido por ser gay. Él se lo contó a su madre, y ella no lo entendió y lo contó. Acabó en la cárcel, donde sufrió todo tipo de vejaciones. “En el calabozo fui violado por un preso, pero él fue incitado por el policía. Es homosexual, puedes hacer con él lo que quieras, le dijo”, recuerda Ruiz en el documental.
En el calabozo fui violado por un preso, pero él fue incitado por el policía. Es homosexual, puedes hacer con él lo que quieras, le dijo
Los daños físicos no fueron lo único. Cuando salió de la cárcel no pudo quedarse en su localidad, ya que la ley le obligaba a irse a al menos 100 kilómetros de distancia. Así que los homosexuales eran obligados al destierro, a la soledad y a una vida mísera. Todo estaba escrito. Al principio los homosexuales no entraron en la llamada Ley de vagos y maleantes, pero finalmente se cambió el nombre por la de Ley de peligrosidad social y ahí se les incluyó a ellos.
La homosexualidad no estaba prohibida en la vía pública, sino también en la propia casa, un miembro de tu familia te podía denunciar y no había posibilidad de abogado, sólo con que la brigada considerara a una persona como peligrosa ya iba al calabozo. Allí estuvo 50 veces Silvia Reyes, que nació como Domingo Reyes pero desafió a la moral de la dictadura vistiéndose y actuando como la mujer que se sentía. Ella denuncia en el documental los palos que sufrió, también el tener que irse lejos de su ciudad y que su propia familia aceptó el mensaje que el régimen le decía, que ella era una enferma. “Para ellos era un escándalo, me dijeron que preferían tener un hijo drogadicto o asesino”, recuerda con pena.
Pero que todos sepan que no he muerto también rescata los testimonios de las mujeres lesbianas que vivieron el franquismo. Ellas no vivieron las palizas, pero se las obligó a la clandestinidad, eran invisibles para la sociedad. “Los hombres, todos a la cárcel. Las mujeres no existíamos”, dicen en el documental para resumir lo que ocurrió aquellas décadas.
“Las lesbianas estamos desplazadas de la memoria histórica, porque para el franquismo la mujer no tenía sexualidad”, recuerdan algunas de las valientes que vivieron su sexualidad a pesar de Franco. Ellas desafiaron aquel “madre y esposa” que quería la dictadura para ellas y se juntaron en grupos de mujeres que crearon hasta un propio código para conocerse y relacionarse. Ellas pudieron salir del control social que se ejercía a través de instituciones como la iglesia, que a través de la confesión ejercía su poder para que ellas se quedaran en casa. El estado contribuía con medidas como la prohibición del divorcio y de los métodos anticonceptivos.
Ellas se las apañaron para conocerse y dar rienda suelta a su deseo, pero siempre en la clandestinidad. Crearon clubs de ‘libreras’, y la frase para confirmar que alguien era lesbiana era: “¿tú eres librera?”. Luego se pasaban el teléfono y todas se iban de acampada “para desahogarnos”, acompañadas de algún hombre cómplice para que nadie sospechara. Si eso no funcionaba siempre quedaba el mítico “¿tú entiendes?”, con el que hombres y mujeres se reconocían sin verbalizar algo que todavía estaría prohibido durante décadas. Todavía queda mucho trabajo por hacer. Los muertos siguen en las cunetas, y muchos de nuestros políticos siguen mirando al colectivo LGTBI con desprecio y se niegan a aprobar leyes para devolverles lo que se les robó durante tanto tiempo.