Martin Scorsese vive por y para el cine. Lo crea, lo restaura y lo protege. Todo gira en torno a las películas, las que hace y las que disfruta. El cine es su dios, el único que le ha respondido y le ha devuelto todo lo que le dio. También en forma de premios, el último un Premio Princesa de Asturias de las Artes que se sumará a su Oscar, su Globo de Oro y otra infinidad de galardones para uno de los mejores directores de la historia del cine, un verdadero genio que revolucionó Hollywood en los años 70 junto a colegas entre los que se encontraban nombres como Francis Ford Coppola, George Lucas o Steven Spielberg.
En las películas deScorsese hay temas que siempre se repiten, pero hay uno que sobrevuela por encima de todos, y que responde a su educación: la fe. Para Scorsese el ser humano tiene que creer en algo, da igual que sea en dios, en el dinero, en el gangster del barrio o en la magia, pero para seguir vivo hay que tener una motivación, algo que empuje a seguir.
El director fue criado en la educación católica, y hasta fue monaguillo durante una temporada. Él se sigue manifestando como creyente, pero admite que su relación con la religión y la fe es cada vez más complicada. A ese dilema le dedicó su última película, Silencio, un tratado sobre la religión, la fe y las consecuencias de imponer los ideales a la fuerza. Uno de sus filmes más personales, al que dedicó más de una década y que pasó inadvertido para los premios y el público a pesar de ser uno de sus más complejos y arriesgados.
En Silencio esa obsesión estaba de forma explícita, pero realmente toda su filmografía está marcada por ese catolicismo que casi le lleva a cura, hasta que cambió a Dios por el cine. Uno de los temas preferidos del realizador es la culpa y la redención, algo que está más que visibles en Taxi Driver o en Toro Salvaje, dos de sus obras maestras en las que mejor se ve esta obsesión que tiene su nacimiento en ese extraño sentimiento religioso pasado por su filtro postmoderno.
También la ausencia y la búsqueda del padre hacen acto de presencia en sus filmes cada vez que pueden. Como un Jesucristo abandonado en la Tierra (al que dedica su filme más comprometido, La última tentación de Cristo), sus personajes buscan respuestas y una figura paterna para llenar una ausencia que intentan comprender. Travis Bickle quiere ser ese referente para la prostituta a la que da vida Jodie Foster en Taxi Driver; igual que Bill, el carnicero lo es para Leonardo DiCaprio en Gangs of New York.
De vez en cuando la religión se hace también carne en su cine, como en Kundun, en la que retrató la vida del decimocuarto Dalai Lama; las ya citadas Silencio o La última tentación de Cristo y en otras en las que está de forma clara aunque su trama no gire en torno al tema. Ahí está la escena final de Al límite con una Piedad en la que Nicolas Cage es Jesús y Patricia Arquette, María. También frases como la que pronuncia Harvey Keitel en Malas Calles, cuando asegura que “los pecados no se redimen en la Iglesia, se redimen en las calles”. Una sentencia que junta esa religiosidad con otra de sus constantes: la vida en las calles.
Quizás el culmen de todas sus obsesiones, la muestra más exacta de esa educación católica, de su traición al dios que le enseñaban en la iglesia y su cambio por el dios del cine, se encuentra en La invención de Hugo, donde un niño busca una figura paterna, a la que idolatra como un dios porque este le enseña a contar historias a través de la imaginación y el cine. Un dios que luego toma nombre, el de George Meliés en uno de los homenajes más hermosos hechos al cine desde el propio cine. Para Scorsese su biblia es Viaje a la luna, aunque se empeñe en buscarla en misioneros jesuítas o en dalais lamas.