Hay vida más allá de Pixar. Aunque parezca difícil, cada vez más compañías prestan atención a los dibujos animados. Se han dado cuenta de que no sólo es un filón en la taquilla, sino que también puede ser un vehículo perfecto para contar grandes historias. Lo normal es que los mensajes que incluyan estos filmes, destinados a los más pequeños de la casa, sean naifs y ensalcen el amor a la familia o a la naturaleza, pero de vez en cuando alguna se desmarca.
Ahí radica el auténtico atractivo de Smallfoot, película de animación de Warner Bros y dirigida por Karey Kirkpatrick (guionista de Chicken Run y director de Vecinos invasores). El filme se atreve a lanzar un mensaje que es todo un grito contra las políticas del miedo, a favor de derribar muros (literalmente), y de abrazar al que está al otro lado aunque sea, a priori, muy diferente.
Para ello usa a una comunidad de Yetis, que viven en la cima de una montaña con un sistema de creencias tan absurdo como útil. Nadie se sale de la misión que le han encomendado y nadie critica que los mandamientos que dice el sabio de la tribu puedan ser falsos. Debajo de la montaña no hay supuestamente nada, pero cuando uno de ellos descubra que la vida real se esconde detrás intentará hacer todo lo posible para convencer a sus compañeros de que no hay que levantar muros, sino derribarlos.
Todo un mensaje anti trump en un filme que parece la versión animada de El bosque, de M. Night Shyamalan en su retrato de una sociedad tan reaccionaria que prefiere encerrarse y mentir, al riesgo de vivir en libertad. Por contra tenemos un diseño de personajes en ocasiones desagradable y unas cuantas canciones demasiado ñoñas y herederas del Disney más clásico (aunque el rap que en la versión original canta Common es un ciclón).
La película, además, cuenta con el atractivo de su reparto de voces, que en su versión original lideran Channing Tattum, Zendaya, Danny DeVito o Common, y en su doblaje español Miquel Fernández, Berta Vázquez, Javier Gutiérrez o El Chojin.
Y además…
Clímax: el ‘enfant terrible’ del cine europeo, Gaspar Noé, vuelve con su última provocación, un filme en el que coge una noticia de 1996 que hablaba de unos bailarines que acabaron matándose entre ellos por el abuso de drogas. A Noé le gusta lo transgresor, y su filme es un viaje alucinógeno al centro de esa fiesta llena de bailes, música dance, sangría y jóvenes con las hormonas desatadas.
En su despliegue estético también le da algo de tiempo para reflexionar de forma irónica sobre el patriotismo y hasta sobre la existencia de Dios. Un filme arriesgado que ha sido muy bien recibido en Sitges y Cannes.