Bertolucci murió marxista: mantuvo siempre vivos los valores de su padre, el poeta Attilio, y los canjeó en su obra cinematográfica, profundamente antifascista. “Basé mucho mi cine en la contradicción entre burguesía y revolución. Sigo tomando en serio la palabra ‘revolucionario’, pero debe manejarse con cuidado en lugar de banalizarla. Lo hacemos con demasiada frecuencia”, explicó en una ocasión. El cineasta tuvo que enfrentarse a sus propias incoherencias ideológicas. Sus ideales chocaban con el mercado. Recuerden cuando su adorado Godard -decepcionado porque Bertolucci se había vendido a una major- le regaló una fotografía de Mao en la que había escrito la frase: "Lucha contra el capitalismo, lucha contra el individualismo".
¿Cómo ser recto y puro en un mundo contaminado por las finanzas, cómo ser antisistema, inevitablemente, dentro del circuito? El italiano volvió a colar ese pálpito -nunca quedó claro si en tono de feroz crítica o de alabanza- en Soñadores (2003), donde revisita la revolución de mayo del 68 a partir de un carismático trío de jóvenes que organizan el motín a su manera, es decir, fornicando.
Lo cierto es que su idea de sedición era bastante estéril, puramente simbólica: los hermanos Isabelle y Theo centran su revuelta en invitar a su -lujosa- casa a Matthew, un joven estudiante estadounidense que ha llegado de intercambio a la ciudad. Él asiste, atónito, a la extraña relación que mantienen los dos gemelos, entre la obsesión y el erotismo. Acaba entendiendo que nunca dejaron de ser uno y que él no tiene cabida ahí, a pesar de su estrecho vínculo con Isabelle. Se ríen de él. Le utilizan para explorar su sexualidad, le miran como a un muñequito cargado del morbo del forastero conservador.
Matthew: Creí que tenías muchos amantes… cuando te vi en la cinemateca con Theo. Parecías distante, tan sofisticada como una estrella de cine.
Isabelle: Lo era. Estaba actuando, Matthew.
Matthew: ¿Cómo empezasteis Theo y tú? ¿Cómo empezó vuestra relación?
Isabelle: ¿Theo y yo? Fue amor a primera vista.
Matthew: Pero nunca ha estado dentro de ti.
Isabelle: Él siempre está dentro de mí.
Matthew representa en el filme al extranjero perdido, al pobrecito huésped que se deja engatusar por los juegos lúbricos de dos hermanos que buscaban la libertad. Y la buscaban sin urgencia, porque vivían más que cómodamente, porque podían tomarse todo el tiempo del mundo en descubrir sus cuerpos y sus posibilidades, en comentar películas, en reventar de stendhalazos y teorizar sobre si Dios se parecería a Clapton o a Hendrix.
Hasta Eva pudo ser la Venus de Milo en una de las escenas más arrebatadoramente poéticas. Porque tenían el estómago lleno. Porque no se partían la cara por nadie. Sólo a ratos salían a las revueltas populares, como mero aderezo de su vida privada, ansiosa de épica. La película se desarrolla, en gran parte, en interiores; es decir, en el espectro individual, no en el social. Estos amables chicos tenían conciencia colectiva de boquilla.
Revolución estética
A pesar de que la crítica ha considerado este filme una obra menor del cineasta, son muchos los adeptos que se han enganchado a sus imágenes icónicas y las han enarbolado como si de la insurrección definitiva se tratase, cuando no eran más que un hermoso ejercicio estético: ahí Eva Green, Michael Pitt y Louis Garrel corriendo de la mano por los pasillos del Louvre; llenos de espuma en una bañera de patas y reflejados en un espejo de tres piezas; tumbados juntos en la cama o fumando en una cena mientras debatían sobre las grietas políticas del mundo.
“Mis hijos creen que son sus manifestaciones y encierros tendrán la posibilidad no sólo de provocar a la sociedad, sino de transformarla”, gruñía el padre de los jóvenes subversivos. “¿Y qué sugieres? ¿Que deporten a inmigrantes y den palizas a estudiantes y nos quedemos mirando?”, reprendió su hijo, antes de que el progenitor pidiese un poco de lucidez. “O sea, que todos se equivocan menos tú: en Francia, en Italia, en Alemania, en América”, insistió el niño.
“Escúchame, Theo: antes de cambiar el mundo tienes que saber que tú también formas parte de él. No se puede juzgar mirando desde fuera”. El adolescente le reprochó también que no hubiese firmado en contra de la guerra de Vietnam, a lo que el padre respondió que él era poeta, y los poetas no firman peticiones. “Una petición es un poema. Y un poema es una petición”, cerró Theo, en una de las frases más célebres de la película.
Feminismo y liberación sexual
Bertolucci nunca intentó hacer de este filme un testimonio social o político: más bien, según sus palabras, quiso dibujar ese ambiente fresco, curioso y creativo de las revueltas lideradas por jóvenes. Finalmente, el retrato refleja a unos chicos caprichosos de izquierda a los que les cuesta dejar de remover la pelusa de su propio ombligo.
El cineasta mantenía que los jóvenes de hoy ya no conocen el significado de mayo del 68: “Fue sobre todo un fenómeno social que venció a las individualidades de aquel tiempo y que son la carta de naturaleza de nuestros días. No cambió nada en la política de forma inmediata, pero el mundo y sus costumbres han sido capaces de cambiar desde entonces. Se revigorizó la revolución sexual y se lanzó definitiva e irreversiblemente el movimiento del feminismo. El mundo actual sólo se comprende desde las consecuencias de aquellos hechos”, explicó.
Y tal vez en estos dos pilares se sustente la película: en la importancia de la figura femenina de la protagonista y en la verbena sexual que se traían entre ellos. No más. Soñadores nunca ha dejado de ser la película favorita de los estetas que no tienen nada que decir. Ni les importa. Bertolucci miró a estos impostores con indulgencia. La izquierda crítica, no.