Llega el día de Navidad y el español medio se despierta con una cogorza bíblica, soñando con ingerir las sobras de la noche anterior -a veces saben mejor que ayer, como la pizza fría- y superar su miseria mental revisitando Love Actually, una película perfecta para inyectarse esperanza en vena, un filme de Richard Curtis que lleva haciéndonos tropezar vitalmente desde 2003, un entramado de historias bellas y espinosas que acaban razonablemente bien y masajean nuestro corazón de believers. Y todos tan contentos, como niños con juguetes nuevos. Es cierto que el adulto tiene derecho a la puerilidad durante, al menos, los 128 minutos que dura este clásico encantador, pero ya urge, 15 años después de su estreno, alejarnos con prudencia de su mensaje fatal y leer la letra pequeña. Hay que escapar cuanto antes de su influjo: las exaltaciones navideñas tienen consecuencias.
Love Actually es, en esencia, una película peligrosa porque incita a la acción: cuando llegan los créditos el espectador anda ya adolescente perdido, levitante y bobalicón, dispuesto a tirar la casa por la ventana y enviar una declaración de amor vía WhatsApp como un auténtico salvaje, lo mismo da que sea a la esposa de su mejor amigo. Total: es navidad. Se conocen casos de sobredosis en los que algunos ciudadanos se han levantado del sofá y han salido a comprar unos cartones, unos rotuladores y una radio portátil para sentirse Andrew Lincolin (Mark) y recrear la dichosa escena del “Para mí, tú eres perfecta”.
Pagafantismo y traición
Llevamos casi dos décadas ya no sólo aplaudiendo este pagafantismo, sino poniendo ojos tiernos ante tamaña traición fraternal, que, además, se resuelve en un beso nada disuasorio de Keira Knightley (Juliet) -capaz de llevar a un hombre enamorado a la locura o a la obsesión de por vida-. Simpatizamos con el apuesto perdedor de Mark, ese afable kamikaze que parece estar muy seguro de que la puerta la abrirá Juliet y no su colega Peter (interpretado por Chiwetel Ejiofor), mientras olvidamos que dentro de la casa al esposo le empiezan a apretar el cráneo unos juguetones cuernos de reno. Celebramos la impunidad: en la escena final, la del aeropuerto, vemos cómo los dos hombres y su destino, la dulce Keira, llegan tan panchos de un viaje a tres.
Es una pesadilla: no nos queda claro si Juliet y Mark siguen tonteando mientras fingen normalidad o si ella ha regresado de lleno a su vida conyugal y nuestro pagafantas de guardia sufre cada día en silencio, sin poder quitarse el maldito pico de la cabeza. Un escueto beso puede derribar a un ser humano, puede arrastrarle a siglos enteros de psicólogo, pero al cineasta Richard Curtis no le importó: quiso jugar con el duende animoso que llevamos dentro, como si no hubiera un mañana. Total: es navidad, seguro que todo acaba saliendo bien. Ya verán como no.
Lo que Love Actually no nos cuenta es que, del mismo modo en el que sus historias se entrelazan, los deseos humanos también lo hacen, y alguien termina saliendo herido. La felicidad no es posible, no para todos. Hay una máxima en el cine y en la vida: “Siempre hay una víctima. Procura no ser tú”.
Hombres valientes (y premiados)
Otro poso desagradable que deja el filme es el siguiente: la heroicidad emocional del hombre es premiada, la de la mujer no. El niño Sam se hace batería y salta los controles de un aeropuerto para llegar hasta su joven amor. Lo consigue y, de regalo, su padrastro Daniel (aquí Liam Neeson) se queda con Claudia Schiffer. Jamie (Colin Firth) deja plantada a su familia en nochebuena y coge el petate hacia Portugal, con feliz resultado: Aurelia ya habla inglés -tendremos que enterarnos de dónde imparten esos cursos express- y además se quiere casar, abran el vino.
El presidente David (un carismático Hugh Grant) se presenta en el barrio chungo de la ciudad y llama puerta por puerta hasta que da con su asistenta Natalie (Martine McCutcheon). Por cierto: los guionistas se pasan la película entera llamando “gorda” a esta preciosa mujer, que es una forma de recordarnos que hemos de estarles agradecidos por no haber elegido a una actriz raquítica y normativa para el papel. De alguna manera, entienden que lo canónico hubiese sido que el presidente del Gobierno se pillase por una modelo.
La mujer, los cuidados y la renuncia
En el otro extremo, vemos cómo las mujeres valerosas y dignas acaban en la cuneta sentimental. Sarah (Laura Linney) lleva algo más de dos años enamorada de su compañero de trabajo y lo sabe toda la oficina. Lo sabe hasta el Papa y hasta el propio Karl (Rodrigo Santoro), un ser un poco pusilánime y, no obstante, hermoso. Ella vive esclava de la enfermedad mental de su hermano, que la llama constantemente con cualquier ocurrencia.
La mujer vuelve a ser aquí la responsable de los cuidados de otros, postergando -si no desdeñando- su propia vida. Por eso, cuando los astros se alinean y Karl sube a su casa el día de la fiesta de la oficina, ella termina dejándole ir para acudir a consolar a su familiar en uno de sus brotes. Cualquier espectador con dos dedos de luces cree, en un principio, que ese encuentro erótico-sentimental podrá posponerse, pero, ah, no es así: Karl no asume que no pueda ser el centro de la vida de Sarah. No empatiza. No negocia. No quiere complicaciones.
Ella es la que peor parada sale en la película, un buen ejemplo de las renuncias femeninas por la entrega a los deberes familiares y a la protección de las personas a las que se ama. Cuesta imaginar esa misma trama si Sarah fuera un hombre.
Impunidad navideña (y cuernos)
Karen (Emma Thompson) es la madre y esposa todoterreno a la que Harry (Alan Rickman) engaña con la secretaria mientras ella se dedica a coser un traje de langosta para la función de navidad de su hija. Lo más doloroso del filme es su silencio, sus disimulos, su forma de contener las lágrimas, su alegría fingida para que los críos no sospechen lo que está pasando. Cuanto menos poética la imagen del regalo: a Karen le toca un mísero disco y a Mia (Heike Makatsch), Harry la agasaja con un colgante de oro en forma de corazón. Ahí el reconocimiento masculino a la mujer que sustenta tu vida y a la mujer con la que quieres tener sexo.
De nuevo, no pasa nada: al final entendemos que Karen le perdona porque, al recogerle en el aeropuerto con sus hijos, acaba suspirando un “vamos a casa”. No hay castigo a la humillación. Ha sido un escarceo fruto del espíritu lúbrico y distendido de las fiestas. La vida sigue. Total: es navidad.