Fraude fiscal, compra de senadores, sobornos a un juez… cuando la carrera del entonces primer ministro italiano no podía caer más bajo y salpicarse de otro delito, llegó Ruby Rompecorazones, la prostituta que aseguraba que había tenido relaciones con él político siendo menor y destapaba el escándalo de las ‘bunga bunga’, las fiestas salvajes donde decenas de mujeres bailaban a merced de magnates italianos con los que posteriormente tenían sexo en una especie de orgía de la alta sociedad.
Lujo, sexo, decadencia de la sociedad italiana, un político en apuros… Los ingredientes eran perfectos para una película, y mucho más adecuados para una de Paolo Sorrentino, el realizador que retratara con fiereza las cloacas del estado en Il Divo, y que luego mostrara con un estilo visual arrebatador y barroco la decrepitud de las clases altas en una Roma que bailaba al ritmo de "mueve la colita, mamita rica" desde una azotea alejado de lo que ocurría a la gente de verdad en su ciudad.
En el fondo, Silvio Berlusconi es la versión extrema de Jep Gamabrdella, y quizás por ello Sorrentino ha dado el protagonismo absoluto de este peculiar biopic sobre el exprimer ministro italiano -que en su país estuvo dividido en dos partes y que aquí llega a las salas concentrado en una sola de título Silvio y los otros- al todoterreno Toni Servillo.
Lo de ‘los otros’ no es ninguna tontería, ya que a Sorrentino le interesa tanto la figura de Berlusconi como la de todos aquellos que se aprovecharon de su poder y de su influencia. Los arribistas que envidiaban ese estilo de vida y se las arreglaron para llegar a él. De hecho es más crítico con el personaje de Sergio Morra, interpretado por Riccardo Scamarcio. Emprendedor que vive sobornando a políticos con mujeres y cocaína para recibir adjudicaciones públicas. Demasiado familiar aunque se ambiente en Italia.
Él será la puerta para que el espectador conozca al Silvio que Sorrentino presenta como un dios corrupto al que todos le rinden pleitesía. Da igual que esté acusado de corrupción, que soborne a senadores para volver al poder, que sea infiel a su mujer y que organice bacanales, todos le adoran, se refieren a él como si fuera su ídolo, y al final Sorrentino acaba seducido también ante él y toma la posición de los italianos: sí, es un canalla, pero qué gracia me hace y mejor alguien que diga a la cara que es un mujeriego a otro que pueda engañarme.
Hasta pasados tres cuartos de hora el espectador no ve a Silvio Berlusconi, y el arribista Morra se acerca a él usando su debilidad: las prostitutas. El empresario contrata una villa enfrente de la del político desde la que organiza bacanales llenas de cocaína, M, y mujeres que se magrean (Sorrentino sigue tirando de machirulismo) sin cesar. Al principio no lo consigue, porque Berlusconi está inmerso en una crisis matrimonial con su esposa.
El director se debate todo el rato entre salvar al corrupto y machista personaje y dejarle en ridículo. Primero hace un repaso por su manipulación a la televisión, al machismo imperante, a su falta de valores, para luego mostrar su crisis existencial, su decadencia (su primera aparición es vestido de mora para sorprender a su pareja), y hasta darle una coartada: todo lo hace por amor y por demostrar que a pesar de la edad sigue siendo el mejor vendedor (porque para él todo es un negocio que se pueda comprar y vender).
Sorrentino parece más interesado, de nuevo, en mostrar el fallo de una sociedad que ha decidido que su dios sea un señor capaz de tener sexo con prostitutas menores de edad. Las mujeres son capaces de tatuarse la cara de Berlusconi en sus nalgas para tener un papel en la tele, y los hombres son capaces de todo por que esa cara les sonría y les otorgue un contrato. “Tu carrera soy yo”, le dice el político a uno de los criados de confianza al que le han ofrecido ir a un reality show.
Lo que sorprende es la decisión del director de ‘alejarse’ de la realidad. Lo advierte en los primeros fotogramas de filme con unas cartelas que dicen que la película mezcla personajes imaginarios o reales, y que todo es “una recreación con fines artísticos” y no documentales. Por ello nunca da nombres de sus ministros, de sus personas de confianza o de los empresarios que le proporcionan las prostitutas. Todo inventado, aunque cualquiera puede investigar un poco y descubrir quién es quién en las cloacas italianas que se parecen demasiado a las españolas.