A Agnès Varda la llamaban la abuela de la Nouvelle Vague, aunque en su última visita a España bromeaba diciendo que mejor tendrían que llamarla “el dinosaurio de la Nouvelle Vague”. Hasta el último momento no perdió su mirada limpia, aquella con la que dinamitó el cine y miraba a los obreros de Francia en sus obras.
Varda tenía 90 años, y nunca dejó de crear. Ya fuera en forma de instalaciones artísticas, documentales o en sus hilarantes publicaciones en Instagram. Sí, la abuela era más moderna que todos nosotros. Era revolucionaria hasta en vídeos de diez segundos, y capaz de emocionar más con una frase que otros cineastas en una película entera. Incluso su forma de vestir y de peinar era única y un golpe a los cánones de belleza establecidos y hacia lo que se permite a una señora de su edad.
Muchos conocieron a la directora hace un par de años, cuando enamoró hasta a Hollywood al recoger su Oscar honorífico y optar al premio al Mejor documental el mismo año por Caras y Lugares, una obra maestra y su penúltimo trabajo. En ella, junto al grafitero J.R. visitaba los pueblos del interior de Francia para darles la voz que se les ha quitado. La resistencia ante un mundo globalizado y centralizado. Personas que no importan a nadie, tampoco al cine, pero sí a Varda, que con 89 años seguía con su compromiso intacto.
Donde otros caen en el maniqueísmo o el postureo, ella se mantuvo fiel a la honestidad que siempre ha tenido un cine que tenía una máxima: conocer las historias de la gente de la calle. En Caras y Lugares daba dignidad a las mujeres de los estibadores, a la resistente que se negó a abandonar un barrio comprado por un gigante urbanístico, al granjero que vive solo… Varda les miraba de tú a tú, y eso era un acto tan sincero como extraño de ver en el cine actual. Por supuesto en su documental estaba ella, su historia, su pasado y hasta Godard, que quedaba -otra vez- como un caprichoso que no abría la puerta a la señora que abrió el camino a la Nouvelle Vague.
Caras y Lugares no era más que la prolongación de una filmografía en la que siempre había mostrado su tendencia a la mezcla de ficción y documental, y su vínculo a las historias invisibles. A los obreros y obreras franceses, especialmente los del campo. Ellas fueron las protagonistas de otra de sus obras maestras, Los espigadores y la espigadora (2000), en la que Varda reivindicaba la labor de los agricultores y recolectores de su país, a la vez que se cruzaban otros temas como la inmigración o la educación. De nuevo esa mirada honesta y transparente hacia los trabajadores, y su sensibilidad para conseguir imágenes tan simbólicas y emocionantes como esa patata con forma de corazón que es historia del cine.
A pesar de ser una pionera nunca tuvo fácil hacer cine, siempre se quejó de que le costaba financiar sus obras, y tenía claro que una lágrima o una sonrisa de un espectador valía más que un éxito de taquilla que siempre se le resistió a su cine “radical y libre” como ella lo definía.
Pionera y feminista
El año pasado, en plena ola del Me too y la revolución feminista que sonó más fuerte que nunca, el Festival de Cannes subió a decenas de mujeres a leer un manifiesto pidiendo igualdad en el mundo del cine. Estaba Cate Blanchett y muchas estrellas, pero ninguna brilló tanto como una Agnès Varda que subió con su cuerpo encogido las escaleras del Palais para leer un manifiesto que en su boca era algo más, era el testimonio de una de las mujeres más modernas, feministas y revolucionarias que ha dado el cine. Se puede ver en sus películas, pero sobre todo en su maravilloso cortometraje de 1975 Respuestas de mujeres: nuestro cuerpo, nuestro sexo, realizado dentro de un programa televisivo que se planteaba una pregunta: ¿qué es ser mujer?
Vardá explotaría la cabeza de los machirulos (ese trabajo seguiría escandalizando hoy a muchos) al mostrar a numerosas mujeres, unas vestidas, otras desnudas, que dejaban claro que la sociedad era machista y patriarcal, y que sólo la unión de todas ellas acabaría con ello. “Yo no soy un sexo y unos pechos”, dice una joven que muestra orgullosa su cuerpo, mientras que después se añaden frases lapidarias como: “Me resulta difícil encontrarme, definirme en un mundo de hombres”.
Vardà atacaba a todos esos estereotipos machistas que han lacrado a las mujeres durante años, y que en 1975 sólo unas pocas se atrevían a gritar. Un grupo de mujeres de todos los estilos, obreras, ricas, guapas, feas, miraban a cámara y decían lo que los hombres pensaban de ellas, “Tocapelotas, frívolas, cotillas, putas, zorras, … las mujeres todas somos iguales”, pero también una declaración de intenciones: “Todo eso va a cambiar, no quiero ser amada por misóginos”.
La maternidad, el sexo, los clichés, la sororidad… todo estaba en aquellos ocho minutos que hoy siguen sonando a lucha, a grito de guerra y a frase para clamar todos los 8M. Agnès Varda era la abuela de la Nouvelle Vague, pero también mucho más, una pionera en la lucha de las mujeres y una de las pocas cineastas que miraba sin altivez a todos los que retrataba.