Clase media. Dos palabras con las que nuestros políticos se llenan la boca. Hacen todo para ellos. Legislan para que esa gente consuma, se compra un coche (o dos) y se metan una hipoteca a 30 años. La clase media llena las publicidades. Son gente normal, que trabaja ocho horas llega a casa (a poder ser con jardín) y disfruta con sus hijos. La clase media es el doctor Nacho Martín en Médico de Familia, es Antonio Resines en Los Serrano y es el prototipo que la ficción nos vende una y otra vez.
Pero por desgracia la clase media es, ahora mismo, una excepción, un porcentaje de privilegiados que sirven como modelo de aspiración a la mayor parte de la población que pertenecen a otra clase que casi nunca está en los discursos de los políticos: la clase obrera. Antes ser ‘mileurista’ era un insulto, ahora es un lujo en el mundo de la precarización laboral, los falsos autónomos, las horas extras sin pagar y el trabajo basura por el que parece que hay que dar gracias.
En ese mundo, en el de los que no llegan a fin de mes, el de los que trabajan 14 horas y no ven a sus hijos, los que sacrifican todo por dar de comer a su familia, y los que han dejado de ser felices por un mercado laboral injusto, es donde se mueve Ken Loach. El director pone el foco donde nadie quiere mirar, donde molesta. Y sólo por eso hay que dar gracias porque a sus 82 años siga rodando su cine social que intenta acabar con el estatus quo.
Mientras que otros directores se fijan en las tragedias que sacuden el mundo a miles de kilómetros de distancia, el británico reincide en su mensaje: el problema está también en tu ciudad, y está provocado por un sistema capitalista voraz que premia a unos pocos a costa de destruir a muchos. Y cuando parece que la balanza se equilibra un poco algo acaba con los sueños de subir por la escalera social. La última fue la crisis económica, el rescate bancario, la prima de riesgo y todos esos términos nuevos que la sociedad aprendió a golpes.
La familia que protagoniza Sorry we missed you, la última película de Ken Loach que ha presentado en el Festival de Cine de Cannes, no tiene sueños. Se los han arrancado a la fuerza. Él acaba de ser ‘contratado’ en una empresa de reparto. Es un falso autónomo que ha tenido que comprar su furgoneta para trabajar sin descanso repartiendo los paquetes de compra online. Su mujer cuida señores mayores con una delicadeza y un cariño que nadie tiene con ella. Cuando llegan a su casa no pueden ni disfrutar de sus hijos, entre ellos un adolescente que no tiene esperanza en el futuro, porque lo que ve a su alrededor es que no importa cuanto te esfuerces, el sistema no va a dejar que saques cabeza.
Loach sigue fiel a sí mismo, a su estilo cinematográfico, a sus diálogos, a su denuncia, y aunque esta vez no le salga redonda la jugada (se pasa la mano en el dramatismo en el tercio final), no podemos más que dar gracias porque alguien tenga el valor de enseñar a la gente que su pedido por internet conlleva la explotación de un trabajador que tiene que mear en una botella para poder repartir todo si quiere llegar a fin de mes.
El británico denuncia cómo la crisis y el capitalismo nos han convertido en esclavos para seguir siendo igual de pobres y encima infelices. No hay optimismo en su mirada, porque lleva décadas haciendo un cine que denuncia lo mismo. Y mientras siga habiendo trabajadores como los protagonistas del filme debe haber directores como él, comprometidos y que siguen buscando los apaños del sistema para que nada cambie.