Alba lleva trencitas en el pelo. A veces se viste de colegiala: por jugar. Es bajita, divertida, desdentada, y, finalmente, tierna. Se ha tatuado en los dedos “Alba, jefa”, como una nigga de la barriada de El Palo, en Málaga. Actitud le sobra. Camina y parece que desafía. En el pecho tiene dibujada una cruz; en el cuello, unas esposas -para honrar su oficio: stripper-, y en el reverso de las piernas, una sentencia de vida: “La familia no es la que te toca, sino la que uno elige”. Lo sorprendente de su personaje sexual, o, mejor, de su mito, es que su físico no se doblega al canon, ese umbral imposible que siempre está un poco más lejos, en algún kilo menos o un centímetro más, un pecho más denso, unas nalgas más turgentes, un rasgo más dulce, -un labio más inyectado-.
A ella todo eso le resbala: se desnuda con idéntica soltura a una modelo de Victoria Secret, coquetea con los chavales en las despedidas de soltero y encaja las cornadas con humor, aun sabiendo que los grupos de amigos la contratan porque resulta una excentricidad, una atracción, una coña marinera para el novio. Alba es una superviviente, nunca una víctima. Eso es lo que se respira en el documental Chica latina, del artista Javier Gómez Bello, producido por Gabriel Tineo, que se presentó este año en el Festival de Málaga: es una mujer consciente de sí misma que ha tenido que enfrentarse a una sociedad enferma y seguir sus códigos para no ser devorada por ella.
Su físico ha provocado siempre burlas, desde que era una cría: ¿qué ha hecho; qué podía hacer? Lucrarse de esa crueldad ajena, e, incluso, revertirla. En El Palo todo el mundo la conoce y la respeta. No es un juguete roto, sino un icono entrañable que no para de defenderse de la vida.
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“Lo que más me gusta de mi trabajo es la cara que ellos ponen cuando se les esposa y cuando se les quita la venda… se quedan diciendo: ¡coño, esto no es lo que yo creía que vería! Es una cara de impresión...”, relata ella misma en el documental. “Pero al momento se echan a reír. Y lo que menos me gusta es cuando se ponen pesados o beben mucho o se ponen a quejarse en el striptease. Siempre está el típico tonto, pero de esos hay uno. El resto van de buenas. Un 90% del grupo dice: no, a esta chavala hay que respetarla”. Alba sostiene que ella inventó la performance de que la stripper se pase toda la noche enganchada con una esposa a la muñeca del novio. “Vamos juntos hasta al baño. Y luego me invitan a las bodas y todo”, ríe. “Hay gente que no ha ido al baño con su mujer y ha ido conmigo durante una noche entera”.
Okupa y superviviente
¿Se ríen de ella, con ella? ¿Empiezan haciendo lo primero y, al conocerla, de tan carismática que es, acaban haciendo lo segundo? Sea como sea, lo cobra: 150 el striptease y 300 el esposado toda la noche. Entonces, ¿quién se ríe de quién?
Alba no se desviste completamente, se queda en tanga. El verano es su estación álgida. Con lo que gana tiene que subsistir todo el invierno. No siempre le alcanza. “He sido okupa varias veces. Como tú comprenderás, no me voy a ir a la calle habiendo pisos de bancos vacíos”, explica. Ha vivido lo que es que le corten la luz y el agua. Lo que es esperar que la policía irrumpa en el cuartillo. Conoce la sordera de los asistentes sociales. Y las puertas cerradas cuando busca otro empleo. “Echo currículum por toda Málaga, y nada”. Esto es lo que tiene. Y al final, también, lo que quiere.
La joven viene de una familia desestructurada. “Mi madre se fue cuando yo tenía doce años y no he sabido nada más de ella. Yo sobrevivo de mí misma. Desde los dieciséis, como quien dice. Empecé vendiendo dibujos, vendiendo papel de fumar y cigarros, buscándome la vida… hasta que llegué a esto, y llevo desde los diecisiete trabajando como stripper”, dice. Ni siquiera tuvo ningún tutor, ningún familiar que la defendiese del bullying que padeció en el colegio. La golpeaban en la espalda, le pateaban la mochila hasta reventarle el zumo o los deberes. “Al ser gordita, rellenita y tal, siempre se han metido mucho conmigo. Hasta que llegó un día que dije: de mí no se cachondea nadie”.
Levantó la cabecita y se dirigió sola hacia un policía de la zona. “Le dije: mire, me pasa esto. O va usted al colegio o soy yo quien no va más al colegio. Alguien tiene que hablar por mí. Y él habló con el director y dijo que se iba a pasar todos los días por el colegio, y que si me veía un día llorar o mal los iba a denunciar. Y pararon. Y cogí fuerza. Y seguí para adelante, fui como soy… y ya está”, explica.
Señalada por las asociaciones feministas
Ya se ha acostumbrado a vivir cuestionada por unos y por otros. Por lo que es, por cómo es, por su trabajo. Las últimas en evaluar su vida han sido las asociaciones feministas malagueñas, que exigen regular las despedidas de soltero y prohibir el esposado en Málaga. “Dicen que eso está feo para la mujer, que es denigrante… me hace gracia que unas personas que están sentadas en una mesa, sin conocerme y sin saber cómo soy, sin saber de mis circunstancias… me empiecen a criticar”, se defiende ella.
Alicia Martín, de la Federación Mistral, cuenta en el documental que, a su juicio, “esto es violencia de género”. “¿Que ella quiere ser stripper? Me parece muy legítimo. Otra cosa es que públicamente la mofa, la humillación y la vejación sean una dinámica para divertirse”, desliza. Pepi Sierra, de la Federación Ágora, no cree que esto sea “un trabajo”, sino “un capricho de unos que quieren gastar una broma”: “Si te lamentas toda la vida de ‘ay, como soy gordita, como soy fea, como he tenido muy mala vida porque mi madre me abandonó...’, siempre te estás victimizando y nunca vas a salir adelante”. Pero Alba no pide casito: no llora, no se queja. Cuenta que ama su trabajo. Se lo pasa bien, se siente hasta querida, cuando acaba la chanza. “Forma parte de mi oficio que se rían y tal, pero me la repampimpfla lo que me digan, si no lo haría”, lanza.
El documental presenta comentarios de sus amigos, que son las gentes del barrio: la carnicera, el camarero del bar de enfrente, las señoras de la zona humilde y costera. Ellos dicen que no sólo la apoyan en lo que hacen, sino que, además, la admiran. La obra de Javier Gómez Bello -que no juzga, que es sensible, que atiende a todas las voces, que incluso hace de ella un referente punk- plantea muchas preguntas espinosas, más bien amargas. ¿Es posible otra vida para Alba; es deseable? ¿Cómo va a defenderse de un mundo que nos bombardea con cuerpos envasados, con rostros perfectos? ¿Qué es lo más inteligente: dejarse marginar por su condición física o aprovecharse de ella y ser, de alguna manera, la que se tira la primera piedra? Ella resiste. Se encarama a las motos. Hace la ciudad suya. Dedica un corte de manga a la cámara. “Yo no voy a vivir de lo que la gente diga… porque si no no viviría”. Acaba la película y las risas aún se escuchan.