Para que haya un buen héroe tiene que tener enfrente a un gran villano. Sin uno no existe el otro. Ese era uno de los mantras de El caballero oscuro, que reflexionaba sobre un Batman que en el fondo necesitaba del crimen y del caos para justificar su existencia. En frente tenía al Joker de Heath Ledger, una composición brillante rayando la locura que le dio un Oscar póstumo al filme.
Joker siempre ha sido uno de los personajes más carismáticos de la saga de DC porque es un villano perfecto, y cuando no lo era (como en esa reinterpretación desquiciada y sobreactuada de Jared Leto en Escuadrón Suicida), el filme se iba al traste. La industria se ha dado cuenta del poder de un gran villano, y por eso les ha convertido en protagonistas de sus últimas apuestas. Venom fue un éxito de taquilla, pero su versión del enemigo de Spider-Man era una comedia involuntaria que no trascendía.
El cine de superhéroes viene, desde hace años, cortado por dos patrones. El disfrutón palomitero de Marvel, que nunca desafina pero que nunca emocionará, y el de DC, que ha arrastrado la losa de la trilogía de Christopher Nolan con su reinicio de la franquicia, que intentaba copiar el tono oscuro y trascendente sin acierto en un festín de fuegos artificiales que no se entendía. Y así pasaba que, mientras Marvel reventaba en taquilla con todo lo que producía, DC se iba dando batacazos. No porque funcionaran mal, sino por los elevadísimos costes y porque el boca a boca de sus títulos era francamente malo.
Eso puede cambiar ahora gracias a Joker, la visión del villano que ha realizado Todd Philips y que es, dejémoslo claro, la mejor película del cine de superhéroes desde, precisamente, El caballero oscuro. Lo es porque trasciende, porque arriesga, porque no es la misma historia que nos han contado mil veces y porque, como hacen las grandes películas, nos hablan de nosotros y de nuestra sociedad. Decía Lucrecia Martel cuando le entregaron el León de Oro en Venecia -la primera vez que una película de este género lo lograba- que le parecía “remarcable que una industria que se preocupa por los negocios tomara el riesgo de hacer esta película, hecha para la taquilla pero que es una reflexión sobre los antihéroes y en donde el enemigo no es un hombre, es el sistema”.
La directora lo clavó en varias líneas. Joker es un paseo por el lado oscuro de la mente humana, de su fragilidad, de cómo una sucesión de actos pueden convertir a un ser abandonado en un villano. Y lo hace con inteligencia, con una dualidad moral tan incómoda como brillante y con un posicionamiento tan político que parece extraño en la obra de una ‘major’. Porque Joker es una víctima del sistema, es un enfermo mental al que un Gotham que se parece demasiado a Nueva York ha abandonado. Joker no es un personaje de ficción, es cualquiera de los enfermos que pasean por las calles de cualquier ciudad de EEUU por falta de un servicio médico y que terminan vagando y completamente dementes.
Por eso Joker no es un villano en esta versión, sino que en una vuelta de tuerca perversa es casi un antihéroe que, de forma aleatoria, ya que como él reconoce no tiene un interés político, crea una revolución antisistema. Muchos han visto en ella una crítica al borreguismo, pero creo que lo que Philips apunta es que una sociedad que perpetúa el privilegio de los ricos y expulsa a los demás, es un caldo de cultivo demasiado caliente en el que cualquier chispa hace explotar una mecha demasiado corta. A eso sumen que aquí la familia Wayne son unos ricachones sin escrúpulos y tiene un cóctel molotov que dividirá a la gente.
La influencia de Todd Philips es evidente, y su Joker se parece al Travis Bickle de Taxi Driver. En aquella ocasión era la generación que fue a Vietnam, pero el planteamiento es parecido. El cine de Scorsese sobrevuela todo el metraje, y también es clara la importancia de El rey de la comedia, cuyo protagonista, Robert DeNiro, aquí cambia las tornas y da vida a un presentador de un late night con el que está obsesionado el protagonista.
Philips compone, además, un filme visualmente delicioso, con una fotografía exquisita, un ritmo frenético y una elección musical brillante, pero nada sería lo mismo sin la interpretación de Joaquín Phoenix. Que no den premios este año y se los lleve todos él, sería lo más justo para su transformación física y psicológica en un personaje tan complicado. Phoenix transmite la ansiedad, la locura y la desesperación de su personaje, y cada gesto, cada risa, cada guiño, es un prodigio interpretativo. Transita el límite de la navaja, con el riesgo de caer en el exceso, pero lo que consigue es una de las actuaciones más apabullantes y complejas que se han visto en mucho tiempo.
Será polémica, hablaremos de ella durante mucho tiempo, y puede que los Oscar no se atrevan a nominarla, pero tengan claro que Joker es una de las películas del año y un filme que marcará un antes y un después.