Netflix lo tiene claro, quiere un Oscar. Para los que les acusan de que sólo producen broza y películas domingueras que se apilan en un cajón siempre tiene un buen cartucho en la recámara. El año pasado ya demostró que aunque en un 90% busquen la cantidad por encima de la calidad, el otro 10% es excelso. Roma era una obra maestra, el tipo de cine que uno sueña por encontrarse. Dieron carta blanca para que un autor como Alfonso Cuarón realizase su obra más personal.
No sabemos si realmente sólo buscan ese ansiado premio, esa medalla de prestigio, pero lo que sí sabemos es que son ellos los que están permitiendo una libertad creativa a ciertos autores que está dando absolutas maravillas. ¿Qué productora hubiera dejado a Scorsese realizar su obra magna de tres horas y media de duración y experimentar hasta la extenuación con el rejuvenecimiento facial de sus actores? Ninguna.
Este año, además, tienen doble bala en la recámara. Si con El irlandés tienen todo a favor para arrasar, lo podrían hacer perfectamente con Historia de un matrimonio, su segundo peliculón de este año y una de las mejores obras de este curso. Un filme que inexplicablemente se fue de vacío en el pasado Festival de Venecia y que estará nominado a todo en la carrera de premios que comienza ahora.
Historia de un matrimonio es la obra más redonda y madura de Noah Baumbach -director de Frances Ha y Una historia de Brooklyn-, además de ser uno de los retratos más certeros y crudos del proceso de un divorcio. Eso es lo que cuenta la película, ni más ni menos, ese momento en el que el amor se acaba, o se transforma, y dos personas supuestamente adultas deciden poner fin legalmente a su relación, en este caso con un niño de por medio.
Aquí no hay excesos melodramáticos, frases grandilocuentes y subrayados innecesarios, hay mucha verdad gracias al guion quirúrgico con el que Baumbach disecciona a esta pareja. Él, Adam Driver, es un director teatral; ella, Scarlet Johhanson, una actriz que renunció a todo por su marido y su hijo. En el momento de la separación salen los reproches, las vidas que no se vivieron, los momentos de duda y toda la basura que había acumulada bajo la alfombra.
El cariño a veces no es suficiente, y el proceso legal les lleva a meterse dentro de una bola de nieve que aumenta hasta llegar hasta explotar en una discusión que es una de las escenas más duras de ver del cine de este año. Un prodigio de contención e interpretación en el que Johansson y Driver se dejan la piel y remueven por dentro al espectador.
El excelente trabajo de los dos es otro de los pilares en los que se basa un filme que prefiere que el director desaparezca para que sean ellos y lo que dicen lo que brille. Un guion que no se posiciona, que alterna el punto de vista de cada uno de forma inteligente y que hace que el espectador se recoloque constantemente. Según avanza el metraje uno apoya más a Driver, pero en la siguiente escena es Johansson la víctima. Porque en un divorcio como este ninguno tiene razón, y la única víctima es el hijo que se usa como un trofeo en esta separación.
Acierta también Noah Baumbach en su denuncia de los procesos legales que convierten la separación en una batalla a muerte, un duelo por ver quien es más cabrón de los dos. Un espectáculo en el que ellos son meros espectadores que confían en dos supuestos profesionales que lo que quieren es sacarle todo al oponente y saciar su ego. Estos tiburones son ray Liotta y Laura Dern, con un monólogo sobre lo que significa ser mujer que arrancó aplausos en su pase de Venecia. Una película que, además, apunta a la luz en un final casi humanista que apuesta por otro tipo de amor, por una relación en la que nadie salga herido de muerte.
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