Hay directores cuya obra marca tanto el momento que su estilo empieza a ser copiado hasta la saciedad. Tras El caballero oscuro de Christopher Nolan, todas las adaptaciones de superhéroes debían ser oscuras, después de Matrix no había filme de acción sin efecto bala ni coreografías espectaculares. En el lado cinéfilo y de autor de la ecuación se encuentra Terrence Malick, que desde que regresara de un retiro de 20 años -el que pasó desde Días del cielo a La delgada línea roja- comenzó a pulir un estilo propio que se consagró con El árbol de la vida y que acabaron imitando toda una generación de cineastas posteriores.
Con La delgada línea roja Malick demostró una capacidad única para encontrar poesía y belleza donde nunca sospechamos que la había, incluso en la guerra. Su visión reflexiva de la Segunda Guerra Mundial ofrecía una perspectiva nueva, hermosa, profunda, y dejaba claro que quedaba lejos el director de aquella prometedora Malas Tierras. Su evolución como cineasta llegó a su cima con El árbol de la vida, probablemente la película más importante del siglo XXI. También la más ambiciosa. Malick se propuso hablar del mundo, así, en general. De su concepción. De las preguntas que asolan a la humanidad desde sus comienzos, y lo hizo con un estilo más cercano al ensayo cinematográfico que a la narrativa convencional.
En el centro un relato familiar que servía de metáfora perfecta, y una propuesta visual apabullante. Música clásica, imágenes casi documentales, recreaciones de la formación del universo y hasta aquellos polémicos dinosaurios que repetían una escena de La delgada línea roja en la que la compasión se abría paso también en el mundo animal. Lo que vino después de aquella obra maestra fue una sucesión de historias que muchas veces parecían una parodia de sí mismo. Malick no atinaba, y si bien siempre conseguía momentos de una belleza sublime, nada calaba.
Por ello se esperaba con ansia su regreso a un cine más ‘narrativo’, y lo ha hecho con Vida oculta, donde se mezcla un cine más convencional con aquel estilo nacido con La delgada línea roja. El resultado es su mejor película desde El árbol de la vida, un filme hermoso, con imágenes que conmueven hasta lo más profundo y con un uso de la música y un acercamiento a las relaciones familiares y humanas tremendamente bello. Lo consigue gracias a la historia real de Franz Jägerstätter, un campesino austriaco que con la llegada de Hitler decide convertirse en objetor de conciencia y no luchar en la Segunda Guerra Mundial, lo que le condenará a morir guillotinado. Si antes consiguió encontrar la poesía del campo de batalla, ahora lo logra abordando la resistencia de un simple ser humano, y cómo un acto anónimo puede influir en todas las personas de alrededor.
Malick nos muestra un mártir, y eso le sirve para construir reflexiones sobre la religión que tanto le gustan. Es un director que busca a dios a través de sus imágenes, y cuya espiritualidad impregna todo. Esa tendencia a la santifiación de su personaje es uno de los principales problemas para que Vida oculta no se convierta en una película redonda. Lo religioso cobra demasiado peso y no se centra en los motivos de su decisión ni en las dudas que tuvo que pasar. Eso y una duración excesiva son los lastres de un filme que pese a sus fallos se convierte en una de esas experiencias que hay que vivir en una sala de cine.
Cuando Malick acierta, y aquí lo hace durante gran parte del metraje, juega en otra liga. La belleza de sus imágenes es tal, que uno vuela en el cine y se alegra de que un genio como él haya regresado, aunque para ello haya necesitado tres montadores que dieran formas a las decenas de horas que graba intentando buscar el momento perfecto. Un director único que aquí confirma que todavía tiene algo qué decir, porque aunque su estilo se repita, la emoción sigue siendo verdadera.