Dar un paseo por las calles de Venecia parece viajar a una realidad paralela, alejada de la de España. La gente no lleva mascarilla por la calle, y aunque hemos visto durante meses sus calles y canales vacíos, algo parecido a la normalidad se asoma ya en sus rincones más turísticos. El Festival de Venecia se celebra a unos pocos kilómetros, en el Lido, una isla turística donde escapan los jóvenes locales para irse de fiesta y pisar la playa. Aquí, lo normal todos los años es encontrarse riadas de gente, bares llenos, restaurantes hasta la bandera y chiringuitos con música cerca del mar que abren por la noche.
Pero aunque la gente siga sin mascarilla por las calles, el coronavirus ha hecho mella. Los hoteles están medio vacíos, muchos restaurantes no han abierto y se puede cenar sin hacer una reserva, algo que en pleno Festival era casi imposible. Sin embargo, esa imagen de gente sin mascarilla de personas que quieren volver al pasado sólo se extiende unos cuantos metros a la redonda. En cuanto uno llega a la zona donde se celebra el certamen las medidas de seguridad se imponen con rigurosidad. Venecia ha sido el primero en dar el paso, en decidir que el cine tenía que avanzar o morir. Decidieron que la edición sería presencial, y para ello buscaron un plan para asegurar que el Palazzo del Cinema y sus alrededores se convirtiera en el lugar más seguro de Italia. Spoiler: lo han conseguido.
Lo primero que hicieron fue pedir a todos los periodistas (e invitados) de países con rebrotes desbordados, como España, hacerse un PCR antes de ir. No valía con esperar a que las autoridades te lo realizaran en el aeropuerto. Había que mandarlo al festival y enseñarlo en el aeropuerto una vez aterrizabas. Era un primer cribado. Los que llegaban aseguraban que, al menos tres días antes no tenían el virus. El siguiente cambio afectó a la organización de todos los profesionales. En los festivales uno va con su acreditación y se pasea y entra donde le conviene. Sabe los pases a los que puede entrar y se hace su composición de lugar, pero la improvisación es un factor esencial. Salirse de un pase para entrar en una rueda de prensa, acabar una entrevista pronto y meterse a otra película… son parte del juego. Este año eso se ha acabado.
Ahora hay que reservar online, y todas las salas se encuentran a la mitad de aforo. 72 horas antes la Biennale cuelga en su servidor de venta de entradas todos los pases de prensa y hay que darse prisa para coger las buenas sesiones y los buenos sitios. La distancia y el aforo se cumplen religiosamente en las salas. Cada entrada tiene un espacio vacío tanto a los lados como delante y atrás. Por supuesto la mascarilla es obligada dentro de la sala. Estos días se ha visto como los acomodadores se acercaban a mitad de pase a gente que se la había bajado para hacer ‘la jugadita’ de ponerla debajo de la barbilla para recordarle que se la tenía que subir. Tampoco vale cambiarse de sitio. La butaca reservada es sagrada, y se hace respetar. Los asientos que no se han vendido están sellados con una cinta para que nadie pueda abrirlos y asegurar que nadie los usa y rompe las medidas.
Esto ha dado lugar a un fenómeno desconocido en Venecia… el silencio. Cuando acababa una película lo habitual es aplaudir, abuchear, y en Venecia hasta insultar. Pero la distancia social ha acabado con esto. Hay aplausos, sí, pero no hay ruido, no escuchas lo que opina el de al lado. Dando lugar a unos pases bastante ceremoniales. El tema de la reserva no afecta sólo a las proyecciones, sino también a las ruedas de prensa. Hay que coger con antelación y el aforo también se reduce a la mitad. Es muy raro no ver las conferencias de prensa llenas. Y se repite el mismo ritual de butacas selladas para no cambiarse de sitio. En Venecia han pensado en todo. También en el micrófono, uno de los elementos más conflictivos, ya que pasa de mano en mano y que se ha sustituido por una pértiga con micrófono que se acerca al periodista sin que lo toque nadie además del personal de la mostra.
Otro de los cambios afecta al propio recinto, el Palazzo del Casino y su ambiente. Una zona ajardinada, llena de puestos para tomarse un 'spritz' y beber algo donde la gente se apelotonaba, comía, bebía y descansaba entre pase y pase. Sigue estando, pero diferente. Para entrar se toma la temperatura a todos. Y una vez se entra se olvidan las normas del resto de Italia. En el recinto la mascarilla es obligatoria excepto para comer y beber. Aquí es donde la gente se relaja más y muchos se la bajan para pasear. Por eso es normal escuchar a la numerosísima seguridad reprender a la gente. “¡Segnorina, la mascarina! (¡Señorita, la mascarilla!”, fue una de las primeras cosas que escuché este año en el festival, y lo volvería a escuchar en varias ocasiones.
¿Y la alfombra roja? Pues esa es una de las imágenes de esta 77 edición del Festival de Venecia. Ha desaparecido para los fans y cinéfilos. Si en otras ocasiones la gente hacía horas de cola tapándose con un paraguas para que no les dé una insolación mientras esperan a las estrellas, esta imagen este año es imposible. La gente no puede juntarse, y el certamen ha tapado con un muro la alfombra roja a la que solo pueden acceder los fotógrafos y periodistas, y en la que cada uno tiene su espacio delimitado para respetar la distancia de seguridad.
Un festival extraño, pero la prueba de que con trabajo y el esfuerzo de todos se pueden celebrar. Y se deben celebrar. Muchas de estas películas necesitan este escaparte para ser compradas y exhibidas en otros mercados. El cine de autor necesitaba a Venecia, y ellos han sabido responder. Ahora, el turno es de San Sebastián.