El ataque terrorista del 11 de septiembre contra EEUU cambió nuestra historia para siempre. A partir de entonces se instauró un miedo a todo y contra todos. Un miedo que nos convirtió en un sitio peor. Un miedo que se utilizó por muchos políticos para realizar ataques contra otros países y para alentar el miedo y el odio al diferente. Ese estado del terror hizo que desde Occidente se creyeran con el poder de detener y torturar a cualquier persona.
En esos daños colaterales del 11-S, la prisión de Guantánamo tiene un lugar de honor. Un centro de detención ajeno a los derechos humanos. Una cárcel donde nadie quería mirar aunque todos supieran lo que pasaba dentro. Fue George Bush quien pocos meses después del atentado autorizó al Pentágono a detener a ciudadanos no estadounidenses bajo custodia indefinida sin cargos. Los 20 primeros prisioneros llegaron el 11 de enero de 2002.
Las identidades de estas personas se mantenían en secreto. Gente que había desaparecido de sus casas y que estaban encerradas. Gracias a la agencia Associated Press, se supo que se habían detenido a 779 personas. Para evitar ser juzgados por lo que ocurría dentro, Bush aseguró que Guantánamo estaba fuera de la jurisdicción legal de EEUU, por lo que los prisioneros no tenían derecho a ninguna de las protecciones de los Convenios de Ginebra. Un vacío legal para justificar las torturas a los presos y las condiciones en las que los tenían.
Uno de esos presos se llamaba Mohamedou Ould Slahi, y estuvo en Guantánamo durante 14 años. Desde meses después del ataque contra las Torres Gemelas hasta 2016, cuando fue liberado en un proceso judicial que cambió la historia oficial y por el que se supo mucha de las cosas que pasaban dentro de aquella cárcel. Ould Slahi escribió desde su celda sus memorias, llamadas Diario de Guantánamo, un relato crudo de lo que había sufrido. Un libro que pronto llamó la atención de dos productores de cine que pensaron que era una buena historia para contar las secuelas del 11S y cómo aquel estado de terror constante provocó la islamofobia y la violación de los derechos humanos.
La película se llama The mauritanian, y se ha presentado en el Festival de Berlín -que ha tenido su edición de este año de manera online- tras ganar el Globo de Oro a la Mejor actriz de reparto para Jodie Foster, que interpreta a Nancy Hollander, la abogada que defendió la inocencia de aquel hombre que había sido borrado de la faz de la tierra. A Mohamedou Ould Slahi le da vida Tahar Rahim, el actor de El profeta que ha estado nominado al Globo de Oro al Mejor actor dramático y que ofrece una interpretación emocionante, llena de matices y sensibilidad. Él es el alma de la película.
Al frente del filme se encuentra Kevin Macdonald, siempre con un ojo puesto en la actualidad, en los thrillers con trasfondo político y en los sucesos reales que definen nuestro presente. Lo demostró en El último rey de Escocia, y ahora aquí. Es una lástima que el filme nunca termine de trascender. Tiene más potencia por lo que cuenta que por cómo lo cuenta, y recurre a recursos facilones y efectistas como el cambio de formato para contar las torturas o los flashbacks al pasado del protagonista que aportan poco. Se entiende que es para conservar la esencia de las memorias del prisionero, pero rompen la tensión de la investigación de los abogados.
Una historia extraordinaria que pone un espejo frente a nosotros, para ver los errores que podemos cometer cuando pensamos que cualquier cosa vale para defendernos. The mauritanian es valiente en lo que expone y todavía hay pocas películas que hayan mirado hacia las sombras de lo que provocó aquel atentado en la forma de relacionarnos.
Un buen cierre para una Berlinale atípica, con algunos nombres importantes y con una joya que se ha ido de vacío del palmarés, Petite Maman de Céline Sciamma, que se confirma como una de las grandes directoras de la actualidad con una obra tan íntima como emocionante que mezcla el cuento, los viajes temporales y las relaciones maternofiliales con una sencillez que asusta y toca muy dentro.