En el salvaje oeste también había espacio para la amistad, para la lírica y para el reposo. Un espacio donde no sólo había vaqueros, indios y caballos, también vacas. De hecho, la propia palabra vaquero nace de dicho animal. Así que aunque no siempre se asocie el western a las vacas, ellas estaban en el inicio de todo esto. Pero claro, las vacas son mucho menos espectaculares, menos cinematográficas y mucho más lentas. Van a su ritmo. Tienen su propia poesía, su forma de moverse, como suspendidas en el tiempo y el espacio. Quizás por ello la protagonista inesperada de First Cow, la última película de Kelly Reichardt que se estrena este viernes, es una vaca. Ella es el centro de un relato que se fija en 1820, y en torno a la que crea una historia con la que revisa el género y hasta las historias fundacionales de EEUU.
Las películas sobre ese momento histórico, esa exploración del territorio y de sus tribus y costumbres, creó un imaginario único y peculiar. Por eso, parece que para que haya un western tiene que haber tiros, saloons y duelos al sol. Pero Reichardt sabe que no es así, y de hecho con este First Cow construye una película que habla mucho más sobre los inicios de la sociedad norteamericana que muchas películas del oeste. Porque lo que consigue la directora con esa vaca, la primera que llega a un poblado de Oregon, es crear una metáfora precisa y perfecta sobre el inicio del capitalismo. Si el western habla sobre los principios fundacionales de América, es lógico que alguien hable del capitalismo, que no es más que la base de su sistema.
La vaca a la que todos quieren ordeñar, que todos quieren poseer y que incluso a dos outsiders como los dos protagonistas -un cocinero y un inmigrante chino- utilizan para un particular negocio que les hará progresar en eso que llaman la escalera social. Con los pastelitos que crearán con la leche del animal se convertirán en los más deseados, y aprenderán sin ir a clases universitarias lo que es la ley de la oferta y la demanda; la competencia, las subidas de precios en mercados donde hay monopolio y muchos términos que la sociedad que empieza a fundarse en esos terrenos tan bien aplicará y explotará durante los siglos siguientes.
Su revisión del western también está en la propia relación de sus dos protagonistas, con una masculinidad absolutamente líquida, ajena a los arquetipos del propio género y de los personajes que les rodean. Su amistad se va forjando y va creciendo. Reichardt crea un bromance autoral lleno de melancolía, ternura y tristeza. Lo consigue dejando respirar cada escena, observándoles y mimándoles con la cámara. Una amistad que acaba en un abrazo, de forma literal. Porque los protagonistas acaban siendo devorados por el sistema en el que creían que podían entrar.
El wéstern de Kelly Reichardt tiene su propio ritmo. Lento, pausado… de forma opuesta a lo que ocurre en esos primeros compases. El capitalismo frenético que nace y que está en ese mercado que empieza a fundarse, enfrentado a la velocidad de un filme que no es condescendiente con el espectador, pero que a base de frenar, consigue emocionar.
El cine de la directora tiene una sensibilidad única, y puede que First Cow sea su película más asequible, pero hay que dar las gracias que haya cineastas como ella, capaces de mirar géneros y realidades desde otras miradas. Dando otros puntos de vista, retorciendo las convenciones y haciéndolas profundamente personales. Una película condenada a estar en todos los tops de lo mejor del año y que puede dar a conocer a un público más amplio a una autora fundamental del cine reciente.