Hay escenas que quedan para siempre en la retina del que las ve. Momentos que se clavan a fuego en la memoria del espectador. Da igual que pasen décadas, que todo el mundo recordará el "A dios pongo por testigo que nunca volveré a pasar hambre" de Lo que el viento se llevó o la escena de la ducha de Psicosis. No son tantas. Son esas que resisten el paso del tiempo las que forman un imaginario indeleble de la historia del cine. Entre esas elegidas, esas que marcan un antes y un después en quien las ve, hay una que contiene el rostro de Jean-Paul Belmondo, que fallecía este lunes a los 88 años.
La escena pertenece, cómo no, a Al final de la escapada (1960), de Jean-Luc Godard, y en ella Belmondo, con su aspecto de pícaro, llega a un cine y se queda clavado delante de un cartel de Humphrey Bogart. Frente al actor de Hollywood empieza a imitar sus ademanes y se pasa el dedo por sus labios carnosos. No hace falta más. Aquel gesto. Aquel momento, tan sexy, hipnótico y fascinante, queda guardado en nuestra caja de recuerdos desde el momento en el que lo vemos. Puede que no sea tan pomposo como Escarlata O’Hara gritando a contraluz, pero su poder es mayor, porque aquella imagen, aquellos labios, aquella película, cambiaron la historia del cine.
Las reglas del juego se cambiarían gracias a aquella obra maestra de Godard, que nacía de una idea original de Truffaut. La Nouvelle Vague había llegado para quedarse, y con ella el desafío a las normas del juego que había marcado Hollywood y su colonización del cine mundial tanto en la distribución como en la producción. No era una refutación de todo, sino de aquel cine académico, decadente, enquilosado y gigante que amenazaba a los autores reales y que debía ser desafiado. La película que fue el tiro frontal fue Al final de la escapada, y la escena que mejor resume este cambio de paradigma es esta. Belmondo desafiando a Bogart. Los labios de la Nouvelle Vague frente a los labios del Hollywood dorado que agonizaba. La contracultura frente a lo establecido.
A priori Belmondo tenía todo en contra para convertirse en un icono. Su rostro de boxeador trasnochado, sus rasgos angulosos, su nariz rota, su gesto de imitador… pero tenía algo que no se podía comprar, que ni el mejor actor de método puede conseguir: un carisma arrollador. Ningún actor de Hollywood podría acercarse a la magia de su Michel Poiccard, a la forma en la que fumaba sus cigarros. A la manera en la que miraba a Jean Seberg. Él mismo definió mejor que nadie su mejor característica, el carisma: “es la habilidad de hacer a los otros olvidar tu aspecto real”.
Ni el propio Godard podría imagina que aquella película, que concibió como bomba de racimo contra los cánones del cine, se convertiría, con el paso del tiempo, en una de las imágenes más populares, repetidas y reimaginadas. Hasta un símbolo del campitalismo como la mítica campaña de Martini reinterpretó la escena en un anuncio en el que se encontraba Charlize Theron como objeto del deseo que caía seducida al ver aquel gesto del dedo pasando por los labios.
¿Hubiera sido Al final de la escapada tan relevante sin el rostro de Jean-Paul Belmondo? Seguramente no. Aquella obra fue una alineación de astros. O quizás fue simplemente el ojo privilegiado de Godard, que supo ver en aquellos labios un símbolo del cine de autor que competirían con el baile de Gilda o los ojos de Elizabeth Taylor como uno de los iconos más emblemáticos de la historia del cine.
No fue la única vez que aquel rostro magnético se convertiría en una imagen inolvidable. Habría más, también junto a Godard, como en Pierrot el loco, cuyo beso más icónico -con Belmondo en un coche y Anna Karina, otro símbolo de Nouvelle Vague, en otro- sirvió como cartel de un póster del Festival de Cannes.
Pero Belmondo fue mucho más que unos labios, que una imagen icónica. Fue estrella del cine de acción, actor de moda, director y productor. Siempre con la defensa del cine francés y de su industria por encima de todo. Aquello no se le quitó desde los años de la Nouvelle Vague. La excepción cultural como norma antiglobalización. “Los estadounidenses no solo no defienden nuestras películas, sino que las compran sólo para remakes. Es vergonzoso arrodillarse a sus pies”, dijo en una ocasión. Él nunca lo hizo. Por eso terminó representando a toda una industria, a todo un cine francés en el que cabe Godard, pero también Intocable. Belmondo terminó simbolizando la perfecta unión de un sistema en el que todos tienen su lugar, también los boxeadores de nariz rota.