En el cine de Víctor Erice hay algo fundamental, la mirada. Una mirada que en tiempos de consumo ansioso y masivo supone algo hasta revolucionario. La mirada de Erice es poética, pausada, él diría que contemplativa. Adjetivos que parecen en desuso en un audiovisual que se rige por algoritmos y en el que las creaciones vienen marcadas por métricas, pautas y fórmulas matemáticas. Es imposible que en 2021 alguien produjera El sol del membrillo, El espíritu de la colmena o El sur, los tres únicos largometrajes que el director ha rodado.
Aunque su carrera canónica, según las formas de medir una filmografía en base a los largometrajes, acabe ahí, desde entonces Erice no ha parado. Rodó un fragmento conmovedor para el filme participativo Centro Histórico, rodó su correspondencia con el cineasta iraní Abbas Kiarostami, y también viró su producción hacia el video arte. Es ahí, en ese contexto, donde se enmarca su más reciente creación, Piedra y Cielo, una videoinstalación que se inauguró en 2019 en el Museo de Bellas Artes de Bilbao y que ahora, junto a la Fundación BBVA se ha convertido en un libro -Piedra y cielo. Jorge Oteiza, una evocación- donde se explican los orígenes y el desarrollo de aquella obra en la que quiso ‘cinematizar’ la obra de Jorge Oteiza.
Aunque en la edición se ha puesto todo el cuidado posible, Erice deja claro que espera que dentro de poco se pueda vivir en Madrid “la experiencia” de su videoinstalación”, ya que “si el arte no se convierte en experiencia para los ciudadanos pierde en gran medida su utilidad, nada puede sustituir a la experiencia de lo vivido”, o al menos que se acerquen también al monumento Aita Donostia que Oteiza realizó en el Alto de Agiña, en Navarra, y que sirvió de origen a este último trabajo de Erice.
En un reducido encuentro con periodistas en el que se encontraba EL ESPAÑOL explicó cómo se había enfrentado a este reto, y dejo claro que siempre como director de cine. “No es un tránsito vaya a cristalizar en una experiencia que tenga continuidad, no he dejado de ser un cineasta”, y recordó como otros compañeros como “Scorsese, Béla Tarr, Apichatpong o aquí Albert Serra, Guerín o Isaki Lacuesta” también han encontrado “en el museo, en los centros de cultura un espacio que es público, al que tienen acceso la mayoría de los ciudadanos”.
Allí se les ha dado algo cada vez más difícil. “Se nos ha ofrecido una libertad que, quizás, con la industria cinematográfica tal y como está ahora constituida, no nos ofrece. Además, es un campo de experimentación. Por mi parte ha sido una experiencia breve a la que estoy abierto a dar continuidad si se da ocasión, pero uno no deja de ser cineasta por usar un espacio público que ofrece unos márgenes de libertad muy valiosos y un contacto con el público sin pasar por una serie de aduanas a las que hoy la industria audiovisual, tal cual está estructurada, obliga”.
El cine empezó siendo una experiencia pública que compartir en la sala con gente que no conocías, y ha derivado hacia la privacidad de lo doméstico
En ese ‘tránsito al museo’ ha tenido que renunciar a un elemento fundamental que está en el centro del debate, la sala de cine, aunque Erice explica que, “exagerando, he introducido la sala cinematográfica en el museo, porque es un espacio estanco, sin ninguna fuente de luz extraña y donde todo era negro y donde la única luz procedía de la pantalla”. Un proceso en el que ha podido reflexionar sobre el cine, y el lugar del espectador en el cine actual, que considera que “se ha modificado extraordinariamente”,
“De la experiencia de los hermanos Lumière, de la experiencia original del cine, sólo queda como residuo la sala cinematográfica. Pero la película, los audiovisuales, porque yo diferencio entre cine y audiovisual, se consume no solo en la televisión, sino también en tabletas y móviles. En los primeros 80 o 90 años de cine, el lugar del espectador estaba absolutamente prefijado, y era el que sigue siendo para mí el lugar ideal para observar las imágenes de una película, la sala cinematográfica. Yo no desdeño la posibilidad de ver una película en esos procedimientos que ofrece la técnica, pero la experiencia se modifica sustancialmente”, opina Víctor Erice.
Para el director de El espíritu de la colmena esto ha provocado que “ya no se pueda hablar de espectadores, sino de consumidores”. “El cine empezó siendo una experiencia pública que compartir en la sala con gente que no conocías, y ha derivado hacia la privacidad de lo doméstico, de la sala de estar, el ordenador o el móvil. El cine empezó siendo un acto de contemplación, cosa que hoy ha ido perdiendo cada vez más. La modificación es sustantiva, y por eso a finales del año pasado se empezó a hablar una y otra vez desde la crítica cinematográfica de la muerte del cine, del cine tal como era su experiencia original de la que insisto, sólo queda la sala y en un ámbito casi residual, pero ni las películas se hacen de la misma manera, ni el soporte es el mismo, ni se hace con los mismos condicionamientos”.
Entiende que la crítica hable de la muerte del cine, pero también considera que “se siguen haciendo películas, y además muy buenas, por tanto, hay algo que sobrevive de sustantivo, pero ese discurso está unida a la experiencia de los otros lenguajes, y en general todo el siglo XX ha estado condicionado por la experiencia de la muerte del arte”. En este sentido, Erice une esta reflexión a una idea de Oteiza, que creía que “el arte debe morir para que el hombre vuelva a renacer”. “Es difícil decir hacia dónde va lo que se ha dado en llamar el audiovisual, que no es realmente el cine, porque el audiovisual incorpora el lenguaje cinematográfico, el de la televisión y el de la publicidad. Es un magma estilístico. Por tanto, las películas ya no nacen libres e iguales”, zanja.
Para muchos cinéfilos, Víctor Erice no dirige desde el año 1992, cuando estrenó El sol del membrillo, pero para él esto “olvida todo lo que he hecho después, que han sido bastantes cosas pero han circulado por otros ámbitos y lugares que no han sido propios de los escenarios que contempla la industria cinematográfica”. “El problema no es hacer una película, es dónde se proyecta, y eso es un problema de difícil resolución. Yo desde el 92 he hecho obra, no de largometraje, pero sí una cantidad bastante amplia que es desconocida mayoritariamente. Mi último estreno comercial fue Centro Histórico, una película que hice con Aki Kaurismäki, Manoel de Oliveira y Pedro Costa. No la vio casi nadie, porque hoy incluso para estrenar una película hay que pagar para obtener una sala. Es muy difícil llegar, eso al margen de la reputación que teníamos los cuatro cineastas implicados, y eso quiere decir algo de lo que sucede en este país”.
Las grandes corporaciones que dictan lo que se debe de hacer y cómo se debe de hacer el cine
No aclara si volverá a trabajar dentro de la industria, pero no parece que vaya a suceder. Asegura que respeta “de arriba abajo un sistema convencional” y que no hay en él “una crítica”, pero sí que desde aquel año 92 ha intentado acercarse “a lo que es propio de la actividad del taller del pintor”. “Hay cosas que he hecho prácticamente solo. El campo de la experiencia se ha ampliado de la misma manera que se ha ido cada vez más formalizando el campo de la producción. Se ha ido balizando, hay unas balizas que están impuestas desde las grandes corporaciones que dictan lo que se debe de hacer y cómo se debe de hacer el cine”.
Esa aproximación al taller del pintor le une al arte que, para él, más inspira el cine, la pintura: “Ha sido fundamental para el cine, más que la literatura, porque un plano se puede organizar como un cuadro. Para mí, tan importante como acudir a la escuela de cine cuando llegué a Madrid, era visitar cotidianamente el Museo del Prado. Eso sí, en el cine hay “un pacto con la realidad” que no existe en la pintura. “Los sueños particulares que uno pueda tener o alimentar en la intimidad de su estudio tienen que contrastarse, salir. El cineasta no goza de la impunidad que tiene el pintor, porque el cineasta trabaja en un tiempo colectivo y lo hace en compañía de otras personas. En cambio, el pintor es un artista individual y tiene la impunidad de su tiempo. Refugiado en su estudio, el tiempo es suyo, pero el cineasta lo tiene que compartir y situar en el ámbito de la realidad”.