"Sinceramente, no creo que vuelva a hacer algo así. Incluso si eso significa no volver a hacer una película tan grande como esta. [El proceso de montaje] ha sido muy duro". La primera entrevista de Robert Eggers nos hacía temer lo peor con su salto a las grandes ligas de la industria del cine después de deslumbrar en los circuitos de festivales y las audiencias más intelectuales con La bruja y El faro. No sería, ni mucho menos, el primer cineasta independiente que se estrella al dejarse seducir por los cantos de sirena de Hollywood. No es el caso. El hombre del norte es una experiencia violenta, intensa y personal que poco tiene que ver con los Vikingos de History Channel.
La película llega a los cines con la misma losa pesada que acompañó recientemente a títulos como Dune (2021): demostrar que las historias de grandes presupuestos pueden apelar a la masa y ser comerciales sin renunciar a sus ambiciones artísticas y a ofrecer algo más a los públicos más adultos y exigentes que los del blockbuster medio hollywoodiense. Es una responsabilidad injusta, pero de la que el director sale airoso independientemente de la respuesta del público cuando llegue a los cines el 22 de abril.
Eggers ya lo había avisado: su tercer largometraje no es Gladiator ni Braveheart, aunque pueda compartir con ellas su cuidado por sus salvajes e intensas secuencias de batalla. La acción no está tan presente como indicaban los tráilers de la película, pero la mirada sin concesiones detrás de la cámara (el mayor compromiso del cineasta fue renunciar a los desnudos frontales de sus actores) convierte a la película en un sangriento espectáculo que convive con el aspecto más místico de la propuesta. Como en sus anteriores proyectos, el autor vuelve a visitar su obsesión por reinterpretar en sus propios términos el folclore y la mitología con una historia basada en el mismo relato milenario danés que inspiró a William Shakespeare cuando escribió Hamlet.
El hombre del norte es la historia de venganza del príncipe Amleth (Eggers no se molesta en esconder sus influencias shakespearianas) después de que su tío (Claes Bang) asesine a su padre (Ethan Hawke) y rapte a su madre (Nicole Kidman). El niño consigue huir de la isla, aunque jura venganza. Dos décadas después, Amleth (ya convertido en Alexander Skarsgård) es un guerrero berserker dedicado al asalto de pueblos eslavos hasta que una vidente (Björk) le recuerda su promesa: vengar a su padre, salvar a su madre y matar a su tío. Amleth regresa a Islandia en un barco de esclavos y se infiltra en la granja de su tío con la ayuda de una esclava (Anya Taylor-Joy) para cumplir su promesa.
Después de interpretar a un vampiro, Tarzán en la última versión cinematográfica del personaje o un maltratador en Big Little Lies, Alexander Skarsgård se reinventa con un proyecto que él mismo ha producido para cumplir sus sueños de interpretar a un héroe vikingo. Es una aproximación mucho más física que emocional que presenta a Amleth como un animal herido que no renuncia a la venganza, sea cual sea el precio a pagar. La radical transformación física del actor sueco no es un reclamo para vender entradas, sino una demostración de la deshumanización de un hombre traumatizado desde su niñez.
Una vez superado el impacto de ver a Nicole Kidman como madre en la ficción de su marido en la serie de HBO, la australiana sorprende con un personaje aparentemente funcional que acaba siendo deudor de otro clásico del escritor inglés: Macbeth. En su reencuentro con el director después de El faro, un juguetón Willem Dafoe rompe con la austeridad general del lujoso elenco de secundarios con su breve pero fundamental aparición como Heimir, un bufón más peligroso de lo que parece.
A Eggers siempre le ha importado más el cómo que el qué. La trama es casi una excusa para construir un ejercicio de estilo que debe más al Conan de John Milius que a recientes acercamientos a la épica como Juego de tronos y el cine de Zack Snyder. Todo en El hombre del norte se mueve en el espectro de un relato a medio camino de lo humano y lo divino. La fotografía de Jarin Blaschke juega con los contrastes entre la belleza de los apabullantes escenarios escandinavos a plena luz del día, aprovechando todas las localizaciones de una producción que exprime su controlado presupuesto para una película de esta escala, y la amenazante oscuridad de las escenas oníricas o nocturnas.
La atmosférica música de Robin Carolan y Sebastian Gainsborough acompaña el viaje del héroe con una partitura que crece en tensión e intensidad mientras se acerca el inevitable duelo entre la víctima indirecta y el verdugo del asesinato que detona los hechos de la historia. La característica voz en off apela desde el místico prólogo al famoso proverbio chino que advierte que, si vas a buscar venganza, más te vale cavar dos tumbas porque una de ellas será para ti.
Eggers puede estar tranquilo. Su primera incursión en Hollywood es a ratos un exigente pero satisfactorio espectáculo que nos recuerda que hay muchas formas de entender la épica en la gran pantalla.
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