Ha llegado la hora de volver a Pandora, el planeta que James Cameron creó hace más de una década para ambientar Avatar, la película más ambiciosa en la carrera de un director que ya había hecho historia con Terminator 2: El día del juicio final o Titanic. El megalómano se propuso recuperar la tecnología de las 3D, un recurso caído en desuso desde hace décadas, y crear su propia saga de fantasía para toda la familia con una historia que sus detractores que denostaron como un cruce de Bailando con lobos y Pocahontas. No importó. Avatar se convirtió en la película - evento de la década. 13 años después, los na’vi vuelven por fin con El sentido del agua, una tardía secuela que parece destinada a volver a repetir el éxito de una original: James Cameron lo ha vuelto a hacer.
Desde hoy se puede ver en los cines españoles una película que debería silenciar de una vez a esos escépticos que ya dudaron del director antes de los estrenos de Titanic y Avatar (“Nunca apuestes en contra de James Cameron” fue uno de los titulares reincidentes en las primeras impresiones de la secuela). Esta vez los más cínicos apuntaban a que la historia de amor del militar Jake Sully y la na’vi Neytiri no tenía calado cultural alguno. Como si ser revisitado por formatos tan distintos como Mujeres, hombres y viceversa y Saturday Night Live no fuera indicativo de hasta qué punto Avatar es un fenómeno en el mundo real. También se dijo que nadie quería ver realmente una secuela -ni mucho menos cuatro- y en unos días vamos a descubrir que, efectivamente, esto tampoco era cierto.
En un panorama audiovisual en el que ni siquiera alguien como Steven Spielberg, bautizado por la industria como el rey Midas de Hollywood, ha sido incapaz de captar el interés del público con el primer musical de su carrera (West Side Story) o con una película sobre su vida (The Fabelmans), Cameron parece conocer el gran secreto que lleva al espectador medio a los cines cada vez que estrena una película. Si el 3D fue el gran reclamo de la película original, en El sentido del agua éste cede la antorcha a las escenas submarinas más fotorrealistas e impresionantes jamás capturadas en el cine.
La película de Disney -dueña de la saga tras la adquisición de la 20th Century Fox- humilla a Aquaman, Black Panther: Wakanda Forever y cualquier intento de retratar en acción real la vida bajo el agua. Todavía faltan seis meses para el estreno de la versión acción real de La sirenita y está claro que la película de Rob Marshall no aguantará la comparación con la secuela de Avatar. Cuando el New York Times preguntó al director por qué insistía en rodar bajo el agua, Cameron dio una respuesta tan simple como elocuente sobre su forma de entender el cine: “porque queda mejor”.
Avatar fue una película que provocó una revolución tecnológica que fue más allá de la recuperación temporal de las 3D (una moda que cayó en el olvido porque, salvo excepciones como Gravity o Cómo entrenar a tu dragón, la mayoría de producciones lo vieron como una posibilidad de sacar más dinero al público, en lugar de jugarlo como una herramienta de trabajo): el equipo de Cameron se inventó unas cámaras que en los siguientes años fueron usadas en los rodajes de varias ganadoras del Oscar a la Mejor fotografía. Aunque la original fue una pionera, se notan en pantalla los 13 años que han pasado desde entonces.
En El sentido del agua Cameron no solo consigue crear un 3D más fluido y luminoso (una de las críticas a la película original es que este recurso oscurecía demasiado las proyecciones), sino que también enmienda la plana a Peter Jackson y Ang Lee, dos directores que se estrellaron cuando intentaron implementar el uso de los 48 fotogramas por segundo en la trilogía de El hobbit y Billy Lynn, respectivamente. Aquí Cameron reserva el uso de ese recurso para momentos puntuales, especialmente en unas escenas de acción con las que vuelve a demostrar que pocos saben rodar como él. Por ritmo, por la escala de sus set-pieces y, sobre todo, por cómo el cineasta se asegura de que el espectador sea capaz de seguir y entender todo lo que está pasando en pantalla en todo momento.
El sentido del agua también agradece el cambio de director de fotografía. Mauro Fiore deja paso a Russell Carpenter, con el que ya había trabajado en Mentiras arriesgadas, el cortometraje Terminator 2 3-D: Batalla a través del tiempo y Titanic. La mano del veterano colaborador se nota tanto en las numerosas escenas de exploración submarinas (tan cuantiosas, luminosas y arrebatadores que, por momentos, parece que Cameron quería hacer un documental para el National Geographic) como durante las extraordinarias secuencias nocturnas que se adueñan del tercer acto de El sentido del agua.
Si en la película original Cameron se acaba de la manga un tercer acto excesivo y adrenalínico cuando parecía que la historia se había terminado, en su secuela la acción vuelve a tomar las riendas de la producción durante más de una hora con un clímax que dejará a la audiencia con la boca abierta. ¿Abusa el guion de ciertos recursos narrativos para llevar a los personajes de un lado a otro? Quizás. ¿Necesita la película un final tan grandilocuente y excesivo probablemente? Probablemente no.
Es ahí, sin embargo, donde se luce más un James Cameron que una vez más vuelve a estar atrapado en una fascinante contradicción. Su cine se mueve entre dos extremos aparentemente opuestos: la fantasía ecologista, más pronunciada que nunca en su recorrido por la flora y la fauna del mundo submarino, y la fetichización de lo militar. Es una mezcla que no debería funcionar. Funciona. Y de qué manera.
Escribir casi mil palabras sobre una película y no hablar nada sobre su argumento es un buen indicativo de las grandezas y las -ligeras- miserias de Avatar, un fenómeno que siempre dependió más del cómo que del qué. El sentido del agua está ambientada diez años después de los acontecimientos de la primera película, cuando Jake, ya convertido en un na’vi a tiempo completo y Neytiri han formado una familia numerosa. Los problemas llaman a su puerta cuando un enemigo del pasado reaparece por sorpresa, y como nadie lo esperaba.
Cameron hizo oficial hace cinco años que tanto Stephen Lang como Sigourney Weaver volverían a aparecer en las secuelas a pesar de que sus personajes morían en la película original. Es mejor que la audiencia descubra por sí misma por qué vuelven sus personajes, pero ni siquiera a Cameron parecía importarle demasiado: el guion te lo explica en una exposición al principio de la película y pasa página rápidamente para que el espectador no se haga demasiadas preguntas y se centre en lo que verdaderamente importa. Aparentemente, el director y su equipo de guionistas escribieron una especie de Avatar 1.5 en el que se explicaba el regreso de los personajes y los nuevos lazos familiares, hasta que Cameron se dio cuenta de que lo que interesó a los espectadores en primer lugar no fue un drama de tintes shakespearianos.
La historia que han creado los cinco guionistas acreditados es sorprendentemente básica para un relato mastodóntico que supera las tres horas de duración, pero Avatar no necesita mucho más para ser embriagadora. La apuesta por el cambio generacional funciona mejor de lo esperado, pero la decisión de Cameron de inspirarse en sus propias experiencias como padre de cinco hijos hace que el foco de la historia recaiga en la relación entre Jake Sully y sus vástagos. Neytiri, con mucho el personaje más interesante y prometedor de Avatar, queda relegada a un segundo plano salvo momentos puntuales donde las decisiones del guion y la magnética interpretación de Zoe Saldaña nos hacen recordar el fuego que aviva en el interior de una na’vi que sigue sin fiarse de los humanos.
Después de ver dos películas y seis horas de aventuras, es difícil intuir por dónde va a tirar Cameron -salvo indicios puntuales, como un instante del personaje adolescente que interpreta una robaescenas Weaver pasados los 70- en una macrohistoria que duraría al menos cinco películas: la tercera ya está rodada, la cuarta y la quinta ya están escritas y durante la gira promocional ha contado que tiene ideas para dos aventuras más que no dirigiría él. Sin embargo, el talento de Cameron como creador de imágenes y set pieces es tan descomunal -en El sentido del agua hay una adrenalínica secuencia que hará las delicias de los fans de Titanic- y el sentido de la maravilla de las dos primeras incursiones en Pandora es tan grande que estoy preparado para que me lleven donde quiera. Y algo me dice que no soy el único.