Se ha intentado definir miles de veces qué es la comedia. Normalmente se recurre a aquella frase de que es ‘tragedia más tiempo’, y aunque haya mucha verdad en eso, también es cierto que lo que nos hace reír es indescifrable. Intentar aplicar al humor una fórmula matemática que diga lo que es gracioso o no sólo lleva a la fabricación en serie de la misma comedia una y otra vez. Ese es el gran problema del género en nuestro país, que la gente piensa que cualquier cosa vale, que cualquier modelo que ha triunfado se puede perpetuar hasta su agotamiento.
Lo vivimos con Ocho apellidos vascos, que llegó como un soplo de aire fresco y produjo tal cantidad de copias de saldo que acabó siendo una tormenta pesada. Ahora son las comedias familiares y los remakes, que ya es el colmo de la dejadez. Directamente usamos una máxima: si algo funciona fuera, pongamos unas señas de identidad española y p’alante. El resultado es que por cada una divertida hay cinco para meter en un cajón y olvidar que existen.
Al final, esa falta de riesgo se traslada a todos los rincones de la ficción. También a las series. Es verdad que la comedia en televisión, al ser más barata, ha dejado huecos para hacer productos diferentes como Vergüenza y, sobre todo, Venga Juan y Mira lo que has hecho. Productos que tratan al espectador con inteligencia y no les repiten los mismos gags que ya han visto en mil producciones ya estrenadas. Tienen personalidad y eso se nota en los temas que abordan y en cómo lo hacen.
Viendo las series que se producen (y que se anuncian), uno empieza a temer también por la comedia seriéfila en España. Aquí ha llegado otra moda. La copia del modelo sit-com y la comedia generacional que parecen hechas con piloto automático. Supuestamente las plataformas iban a ampliar el mercado, a apostar por los nichos. Eso de que no todas las series tienen que apelar a todo el mundo. Pues en la comedia nos hemos quedado a medio gas. Damos una de cal y otra de arena. Por eso se agradece tanto un producto de Doctor Portuondo, una serie que, por desgracia, sólo podría existir en Filmin, la plataforma que lo ha producido.
Portuondo no se parece a ninguna comedia en emisión, y eso ya es lo mejor que se puede decir de una serie ahora mismo, pero es que encima es una serie divertida, fresca, diferente, original e inteligente. Una serie que siempre le da la vuelta a las expectativas del espectador, que juega con los códigos ya conocidos para darle la vuelta y encontrar ahí el humor. Quien busque en Doctor Portuondo una sucesión de gags, risas enlatadas o las clásicas situaciones in crescendo que acaban con un 'parapachín' en forma de broma final que se vayan a otro sitio. Eso no es lo que ha creado Carlo Padial. Eso es, directamente lo contrario a lo que propone en un ejercicio arriesgado y valiente de llevar la comedia por otros derroteros.
En Doctor Portuondo el humor viene de lo cotidiano. De vernos reflejados en ese neurótico que borda Nacho Sánchez, que vuelve a demostrar que es uno de los mejores actores de su generación. Esos ojos grandes, casi de dibujo animado que Padial aprovecha de una forma casi expresionista. Doctor Portuondo entronca con el stand up comedy que hace de la vida real su mejor arma humorística. Aquí son las miserias de un joven que se cree más moderno de lo que es pero que es un perdedor nato lo que hace que tengamos que mirarnos dentro y reírnos, porque o hacemos eso o nos echamos a llorar y nos apuntamos a la clínica de Portuondo.
Padial consigue divertir desde la incomodidad de los silencios, desde un plano que dura un poco más de lo que debería, de un personaje que es un trampantojo suyo pero que es el mismo prototipo que hemos visto en personajes como los que ha encarnado Woody Allen toda la vida, tan neuróticos y tan cercanos. Por si acaso no fuera suficiente siempre tiene un as en la manga, sus cómicos habituales, capaz de sacar oro en una escena. La primera aparición de Berto Romero es de llorar de risa y la terapia de grupo un goce surrealista. Eso sin olvidar el corazón de la historia, el de superar el fracaso, el de una generación en una sociedad donde se vende el éxito como una aspiración y donde comer una pizza congelada es un lujo. Una generación abonada al fracaso y a la terapia a la que cuesta mirarse a un espejo como demuestra Sánchez en una de las últimas escenas de esta gran serie.
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