Un avión se hizo añicos sobre la playa de una isla enigmática y millones de espectadores se entregaron a la televisión del cambio. Sucedió cuando, allá por 2005, se abrió la escotilla por la que afloró un fenómeno mundial de fanáticos que saborearon cada capítulo de Perdidos como si de la dosis sagrada de un maná digital se tratara. Entre los gurús que hicieron de aquella serie un ritual para feligreses planetarios figuraba Damon Lindelof, quien estrenaría en 2014 de The Leftovers, cuya segunda temporada acaba de poner su intenso punto final.
Desde el cierre de Perdidos en 2010 el contexto había cambiado bastante para el guionista y productor. La prestigiosa HBO contó con sus servicios y él se puso manos a la obra junto a Tom Perrotta para adaptar la novela homónima de éste. El nuevo invento seguía jugando al misterio con un buen puñado de ingredientes metafísicos, si bien el plan pasaba de los procedimientos abracadabrantes de la televisión generalista a la densidad cadenciosa del cable. Por decirlo llanamente, Lindelof podía ponerse todavía más estupendo. Y lo hizo.
La primera temporada de The Leftovers sembró intrigas de autor y cosechó desconcierto. Tanto el público como la crítica especializada sintió, en líneas generales, una curiosidad sin entusiasmos hacia la tragedia planteada como premisa: el 2% de la población desaparecía súbitamente y no dejaba el menor rastro. Tres años después del “día de la Ascensión”, los familiares de los desaparecidos lidiaban con el trauma en la ciudad ficticia de Mapleton, un lugar gris y frío, idóneo para el depresivo tono en el que Lindelof y Perrotta envolvían los giros de su retorcida fantasía.
DE LA BRUMA A LA LUZ
La segunda temporada de The Leftovers arrancó hace pocas semanas con una operación que transformó a muchos escépticos en conversos: la acción principal se desplazó a Jarden, localidad inventada del estado de Texas. El lugar, situado en pleno “Parque Nacional de Milagro”, funciona como una especie de mito deseable al no haber desaparecido allí ningún habitante durante la famosa “Ascensión”. Destino comprensible de peregrinación, la ciudad está bañada además por una luz cálida que intensifica los colores vivos y alegres. Adiós a la gelidez de Mapleton.
Pues bien, los protagonistas de la serie pertenecen a la casta privilegiada que logra instalarse en Jarden. El ex policía Kevin Garvey y su pareja Nora compran allí una casa e intentan integrarse con los paisanos. Desean empezar de nuevo y cicatrizar las muchas heridas que arrastran del pasado. Sin embargo, los fantasmas de la culpa vuelven a acecharles después de que la hija de un vecino desaparezca junto a sus amigas. Y eso en lo que se refiere a lo que podría considerarse como la trama principal, pues el argumento vuelve a escorarse hacia la multiplicidad de personajes y abre tantas puertas que sería imposible referirlas aquí.
Los contadores de historias por capítulos saben que para que una narración se despliegue en el tiempo necesita regenerarse periódicamente a sí misma con fuerza y verosimilitud. La segunda temporada de The Leftovers lo consigue sin la menor duda, manteniendo el espíritu inicial y ensanchándolo por la vía de un contraste bien patente en el cambio de cabecera. Sin duda, la mudanza de ambientes le sienta de maravilla al imprimir a la ficción un reconstituyente cuyos efectos casi abarcan las diez entregas de la tanda.
EN BUSCA DEL SENTIDO PERDIDO
El “casi” del párrafo anterior obedece a la irregularidad del conjunto. Entendida en continuidad y como una pieza única, la obra presenta los agujeros típicos de todo artefacto que apuesta por la acumulación de pistas intrigantes en un universo sin apenas reglas. De igual modo, los excesos fantásticos –el capítulo del ¿espíritu? de Kevin en un hotel, por ejemplo– restan más que suman por su efectismo, fronterizo generalmente con la gratuidad y en ocasiones desnortado.
Advertido todo ello, hay que reconocer que The Leftovers vuelve a brillar tanto en la faceta estética como en la creación de un discurso simbólico lleno de matices. Resulta difícil sentirse distante de su hipnótica realización, que incluye guiños a maestros como Stanley Kubrick y David Lynch. La puesta en escena está arropada, además, por una banda sonora que abarca desde El coro de los esclavos hebreos del Nabucco de Verdi a Where is my Mind?, grandioso tema que se apodera del metraje tanto en su versión original de Pixies como en la serena adaptación para piano ejecutada por Maxence Cyrin.
El arsenal de impactos sensoriales invita al espectador a seguir viviendo como propia esta fábula sobre la América post 11-S. Los habitantes de la ficción siguen acomodándose a la rutina en un supuesto paraíso que cierra sus puertas al mundo colindante, de donde procede la amenaza de una secta que practica el terror como antídoto contra el olvido. Así las cosas, el ambiguo desenlace mezcla esperanzas y pecados en un abanico de conclusiones sin cerrar que abre la puerta a la tercera y definitiva temporada, finalmente confirmada por HBO.
En cualquier caso el remate postrero, que gira en torno a la reconstrucción de la familia, resulta conmovedor. La panorámica circular que describe lo que halla Kevin en su casa durante la última y emocionante escena constituye un broche excelente. Poco antes, el protagonista ha tenido que cantar en un karaoke Homeward Bound, melancólica composición de Simon y Garfunkel que funciona a modo de anticipación. El mensaje de Lindelof y Perrotta queda lanzado: cuando el infierno incontrolable del exterior se abre paso sólo cabe buscar el camino de vuelta al hogar.