Imagine que se levanta a media noche, tras una pesadilla terrible que revive un momento oscuro de su vida, y que lo que se encuentra a los pies de su cama es a su suegra en camisón y mirando fijamente. Una escena perturbadora, casi de película de terror. Pues bien, con esa imagen difícil de olvidar da comienzo la segunda temporada de Big Little Lies, la serie creada por David E. Kelly que fue la sorpresa del año pasado y que arrasó en la temporada de premios.
Lo que parecía que sería una miniserie, se basa en una novela de Liane Moriarty que no tenía una continuación, se ha convertido en un buque insignia de HBO, que ha echado toda la carne al asador, y al reparto de estrellas de la primera temporada (Nicole Kidman, Reese Weetherspoone, Shaileene Woodley y Laura Dern) se suma Meryl Streep. Ella es la suegra, esa que mira con ojos avispados a los pies de la cama intentando desentrañar cualquier mirada que confirme sus sospechas.
Streep da vida a la madre de Alexander Skarsgaard, el muerto de la primera temporada y ausencia siempre presente en esta segunda temporada que aborda las consecuencias del asesinato del marido de Kidman y el encubrimiento del crimen por estas amigas que descubren la sororidad en el contexto menos propicio.
El fichaje de la actriz más nominada a los Oscar de la historia es la puntilla que faltaba a la serie. Ella roba el show desde esa primera escena, pero es que lo que sigue a continuación es un festín interpretativo redondeado con los mejores diálogos del guion. Su encuentro con Reese Witherspoon es antológico. Meryl Streep es un lobo con piel de cordero y un desorden mental bastante evidente como se desprende de ese grito del primer capítulo y esa fase con la que se cierra y que abre nuevas incógnitas a la serie, a la vez que queda claro que la psicopatía de su hijo puede que fuera hereditaria.
“Eres muy bajita”, le espeta la Streep a la Witherspoon y el público se relame cuando le dice las verdades a la cara. Streep consigue dar algo único a sus personajes, y aquí hace que nos olvidemos de sus dientes falsos -dicen que los sugirió ella para parecerse a Skarsgaard- para engancharnos a su Mary Louise, una suegra que no querrías tener: perfeccionista, severa con los nietos, siempre encima y sospechando que lo de su hijo no fue un accidente, sino que esas mujeres gritonas y a punto del desquicie tapan un secreto que ella descubrirá.
Queremos que Mary Louise siga diciendo verdades a la cara, que Streep paladee cada una como un bombón envenenado y que Big Little Lies (ahora más calmada tras el fichaje de Andrea Arnold y la ausencia de Jean Marc Vallee) siga volando alto. HBO ha conseguido lo imposible, hacer que nadie hable de la ausencia de Juego de Tronos gracias al encadenamiento de Chernóbil y esta serie que se está convirtiendo en uno de sus buques insignias. Sigue siendo sofisticada, llena de canciones 'indies' maravillosas y algo loca. Y eso siempre está bien.
Una de las principales incógnitas de la segunda temporada es cómo continuaría la serie su discurso feminista. La primera fue una sorpresa por su retrato de unas mujeres que sufren el maltrato o incluso una violación en el seno de una casa que parece perfecta, y la unión necesaria de esas mujeres que más que nunca se tienen que apoyar.
El principal tema de estos episodios, o al menos a eso apuntan los primeros, será la culpa. Pero no la culpa como concepto católico apostólico, sino como arma del heteropatriarcado para arrinconar a las mujeres, a las que ha hecho sentir culpables siempre que han alzado la voz contra el hombre dominante. Culpable por ser independientes, por tener más éxito que el hombre, por ser libres y por liberarse, aunque sea a la fuerza, del yugo que las oprimía. Una continuación a la altura, y encima con Meryl Streep llevando a estas heroínas (a veces irritantes) hasta el límite de sus casillas.