Londres, años 80. La comunidad caribeña se reúne en una casa para celebrar, bailar y disfrutar. Un oasis dentro de una sociedad racista y con una herencia colonial que les empuja a las clases más bajas. Era su única posibilidad de ocio. En los locales ‘cool’ de la ciudad o no les dejaban entrar o no eran bienvenidos. Aquellas fiestas eran un respiro de libertad que hacía que se olvidaran entre música y alcohol del día a día. Entre las cuatro paredes de aquellas casas se desarrollaba toda una cultura que muchos querían que desapareciera: el reggae, el jackfruit o el lovers rock, un estilo musical que triunfó y que, a través de canciones de amor, empoderó a las mujeres negras de la época.
Precisamente así se llama la segunda entrega de Small Axe, la saga de cinco películas antológicas que ha dirigido Steve McQueen y con la que radiografía el racismo a la comunidad caribeña en Reino Unido. Con Lovers Rock toca cima y dirige una de sus mejores películas. Es una absoluta maravilla minimalista que se centra en una fiesta jamaicana en una de esas casas. No le hace falta más para construir un relato que es a la vez un canto a su cultura, a las raíces, a la necesidad de defenderlo; pero que sin subrayados innecesarios también es eminentemente políticia.
McQueen comienza contando a esas mujeres que cocinan y cantan, que preparan la fiesta que tendrá después. Con la excusa narrativa de una relación sentimental que comienza allí, mete su cámara en la casa y deja que se funda con lo que allí ocurre, con los invitados. Mece los cuerpos, los graba con un mimo y con una sensualidad que convierte esta experiencia en algo físico. Toda esta apuesta estética llega a su cénit en una escena larguísima, un plano secuencia de diez minutos en las que todos cantan al unísono el Silly Games de Janet Kay.
Las parejas que se juntan, los cuerpos rozándose, el flirteo, el sudor acumulado en las paredes… todo en una toma en continuidad que convierte la canción en algo parecido a una liturgia. Todos cantan y acaban haciéndolo a capela continuando ese momento de éxtasis que también es un éxtasis cinematográfico. Una de esas escenas que quedan grabadas en la retina a fuego y en la que se resume la esencia de esta entrega de Small Axe. Hay más talento en esta escena que en el 80% de la televisión que llega.
La maestría de McQueen es conseguir que Lovers Rock sea un manifiesto político sin que se hable de ello. Y lo hace con un uso del espacio sobresaliente. Dentro de la casa es la seguridad de lo conocido, la comunidad, la sororidad y la unión. Cada vez que un personaje sale al exterior uno presagia lo peor, el suspense crece y sabe que cuando salen de su entorno seguro todo es peligroso. La película se convierte por momentos en una ‘home invasion’, el clásico subgénero del terror sobre unos extraños que acosan a los miembros de un hogar. Cuando los negros salen a la calle reciben los insultos de los blancos, que les imitan como si fueran monos.
El peligro en el exterior no viene sólo del hombre blanco, sino también del hombre negro. Lovers Rock también es una crítica al machismo del que nadie puede escapar, ni siquiera la propia comunidad que el director ensalza. Está claro desde el principio, con esas matriarcas que preparan la fiesta y que no son las estrellas de la función. Lo deja claro en cómo tratan muchos ‘machos’ a las chicas de la fiesta, se explicita en un intento de violación (en el exterior claro) y llega a su máxima expresión en el contraste entre la delicadeza del Silly Games y la brutalidad machirula del otro número musical, el Kunta Kinte Dub, en el que ellas quedan fuera y ellos entran en un pogo salvaje donde McQueen vuelve a demostrar su virtuosismo.
Todo ello en 60 minutos, en una sola noche. En la magia de una fiesta donde parece que nada pasa, sólo una historia de amor más, pero donde todo ocurre. Lo personal, lo comunitario, lo social y lo político se mezclan en un baile que es una experiencia inolvidable para el espectador.
Todas las críticas de 'Small Axe':
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