Frank Underwood, otro político que te toma el pelo
Cuanto más veo House of cards más respeto a Shonda Rhimes. Al menos ella tiene lo que hay que tener para hacer una ficción petarda sobre la Casa Blanca y no trata de disimularlo. En Scandal todo es excesivo e impostado; en House of cards también, pero Frank Underwood no sólo engaña a sus electores, también a los espectadores de su serie.
House of cards es un folletín para quien no le gusta reconocer que disfruta del folletín. No pasa nada, son adictivos, placenteros y cualquiera puede engancharse. La política en esta serie es algo de relleno que sirve de excusa para contar si Frank y Claire lograrán arreglar lo suyo, una vez más. La trama es un estímulo morboso constante, servido con diálogos propios de una función de instituto para que no perdamos comba entre atrocidad y atrocidad.
House of cards es más placer culpable que Jane the virgin y Gossip girl juntas, pero como Frank nos guiña un ojo cómplice y nos dedica un aparte de cuando en cuando, nos creemos que tenemos butaca de palco a las entrañas de Washington. Trola. Lo que tenemos en realidad son entregas más cortas de aquellas películas de los noventa que se montaban alrededor de crisis muy gordas, pero en lugar del impoluto Jack Ryan, ahora queremos que gane un tipo corrupto y mezquino.
Con ese optimismo contagioso de los políticos en campaña, el primer año Underwood estuvo lleno de brío y promesas que nunca llegaron a concretarse. Nos gustaba pensar que las fisuras que la serie mostraba desde el principio terminarían por cubrirse. No podíamos resistirnos a esa inexorable ascensión del mal: qué divertido iba a ser ver a este cínico desalmado toqueteando los botones del poder. Frank Underwood empezó a convertirse en un espejismo a mitad de la segunda temporada y su llegada a la Casa Banca fue el enésimo golpe de efecto de una historia que era incapaz de sorprender si no era superando el siguiente grado de malignidad. A ver qué se le ocurre ahora, a ver con qué nos sale Frank.
A su lado, siempre, su esposa, Claire, cumpliendo a la perfección su papel de Primera Dama. También en esto nos timaron, con Claire y con sus ambiciones. La fascinante creación de Robin Wright apuntaba más alto que una comparsa necesaria para servir tramas de discriminación positiva. Es nuestra ración de “si él es malo, yo soy peor”. Qué decepción y qué aburrimiento.
Apelo a Frank Underwood como estandarte de una serie que carece de un líder claro. House of cards no es de David Fincher, como nos hicieron creer en un principio, y cada vez es menos de su showrunner, Beau Willimon, que ya ha dicho que no cuenten con él para la quinta. Da la impresión de que se marchó hace ya tiempo y que la serie sigue un patrón, un esquema prediseñado al que se le van añadiendo elementos. Unos actores cesan de su cargo y otros vienen a sustituirlos. Y mientras, nosotros seguimos frente a la pantalla, encantados de que nos den gato por liebre.