Recomendar Stranger things apelando al gusto de los espectadores por la moda retro de los ochenta me da muchísima pereza. Ya hemos superado esa fase, ¿no? Hemos tirado las carcasas de móvil con forma de cassete y dejado de aludir a Hill Valley como si fuera nuestro lugar de veraneo. En estos días nos preocupa mucho más la canonización de Kurt Cobain o la incorporación del picahielos al menaje del hogar, cada generación tiene su década prodigiosa. De ahí que Stranger things se esté publicitando en gran medida con la coletilla de “la serie de Winona”. Es ella, Winona Ryder, la niña bonita del grunge, quien va a acaparar la mayoría de los titulares de la nueva serie de Netflix (disponible en la plataforma desde hoy mismo). Aunque no debería porque la serie parece entretenida y Winona, como siempre, está para matarla.
Winona es uno de los grandes blufs de los noventa. Ignoro la razón por la que ha conseguido sobrevivir (a duras penas, bien es cierto) veinte años como intérprete de prestigio. En Stranger things es una madre atribulada. Al principio, porque no da abasto con dos niños y el trabajo, y después, porque su hijo menor desaparece misteriosamente. Lo sabemos porque tiene las manos crispadas y frunce los labios constantemente. O igual es que sufre un picor muy intenso. Con Winona nunca se sabe.
El primer capítulo de Stranger things, el único que he podido ver por ahora, es Los Goonies en La dimensión desconocida. Unos críos que, después de echar una partida de rol, vuelven a casa en bici solos, por caminos oscuros, abren con su propia llave la puerta de casa y entonces empiezan a ocurrir cosas raras.
Yo sólo me creo los ochenta revisitados en The Americans y en Freaks and Geeks, pero Stranger things da el pego como réplica de la versión de los Estados Unidos pueblerinos que nos contaron Donner, Dante o Zemeckis, la que sucedía en los estados del interior, en sitios con sheriff y diner, donde cualquier cosa que hubiera que esconder se podría enterrar en el bosque. El elenco infantil está muy bien, y no me refiero sólo a los cortes de pelo a tazón y los walkie talkies que en las películas funcionaban con precisión de móvil 4G (y en tu casa perdían cobertura del salón a la cocina).
Ahora bien, si leéis alguna crítica que elogie la interpretación de Winona Ryder existen dos opciones. Una, que del segundo capítulo en adelante su papel lo interprete una hermana gemela; o dos, la más probable, que el crítico lleve enamorado de ella desde Bitelchús y no sea capaz de reconocer lo evidente. Ya sabéis, como cuando te gusta alguien que nunca te ha hecho caso y, así pasen los años, tú le sigues riendo las gracias.
Winona causaba ese efecto, sobre todo en los tíos. La mayoría caían rendidos ante sus mohines y su tic de abrir mucho los ojos. Tenía una cara preciosa, sencilla, parecía que iba siempre sin maquillar: tez alabastrina, boquita de piñón y melena revuelta, les dejaba sin sentido. Más de uno estará leyendo esto y poniéndose tontorrón recordándola en Reality bites, en Eduardo Manostijeras. Una fotogenia colosal y una actriz malísima.
Todas sus interpretaciones tenían un punto de vulnerabilidad. Sus papeles eran mozas pizpiretas que casi siempre terminaban necesitando un abrazo. Para los noventeros, Sharon Stone era el sexo y Winona, el amor. El rostro de Winona en Stranger things es el de una hermosa mujer de cuarenta y cuatro años. Sigue teniendo unos rasgos muy bonitos, pero ya no da el tipo de polvorilla adorable. Y continúa siendo una intérprete pésima, gesticulera, descontrolada.
La edad se ceba con las actrices de forma implacable e injusta, pero en el caso de Winona sólo ha puesto las cosas en su sitio. Stranger things no se resiente demasiado de su inoperancia porque los Duffer (Matt y Ross, los creadores, guionistas y también directores del primer episodio) no se empeñan en aguantar su primera plano y favorecen al actor que le dé la réplica en cada momento. Winona no desluce el resultado final de la serie porque en realidad no aporta tanto. Ella no es más que otro objeto de culto que genera conversación, otra reliquia que nos resistimos a desechar.