Carmen García Portu paseaba por San Sebastián de la mano de su madre. Eran finales de los años veinte y no levantaba un metro del suelo. En aquel momento, mucho antes de que la Guerra Civil cambiara su vida para siempre, vio a una pequeña cabina con una señora metiendo una clavija para establecer una llamada. “A mí me gustaría ser eso cuando sea mayor”, dijo sin saber que el destino le tenía reservado un papel fundamental en la historia de la telefonía. También en la de España, que ha sufrido en su propia piel y con la que se ha chocado de bruces en varias ocasiones. Carmen tiene ahora 94 años, vive en una residencia a las afueras de Madrid, y desde allí recuerda sus experiencias como telefonista durante más de cuarenta años en los que ha vivido una dictadura, el paso a la democracia, a dos reyes diferentes y hasta la muerte de un hijo.
Ella es la verdadera chica del cable, nombre que Netflix ha utilizado para su primera serie de producción propia en España y que cuenta las historias de cuatro mujeres que trabajaron en la compañía como telefonistas. Mujeres que fueron pioneras en la incorporación laboral de la mujer, y que tuvieron que luchar por conseguir derechos que de primeras les eran privados. Como el de casarse. En cuanto una de ellas contrajera matrimonio era despedida de la compañía. “A mí no me importó, porque no me había salido novio todavía”, cuenta Carmen entre risas y con una vitalidad impropia para sus 94 años. Lleva un móvil colgado al cuello por si llama su nuera, “que ahora es como su hija”, y pasea por el patio con su silla de ruedas.
Su vida estuvo siempre vinculada a su trabajo, de hecho ahora echa la vista atrás y se arrepiente de haberse jubilado a los 60 años y no haber aprovechado un poco más. Para ella, entrar de telefonista fue la oportunidad de dejar el País Vasco y un pasado en el que la guerra transformó a su familia para siempre. Con 14 años, en mayo de 1937, Carmen escapaba del conflicto en un barco rumbo a Reino Unido. Sus padres decidían que lo mejor era poner mar de por medio antes de que Franco llegara al norte. “Las guerras te hacen cambiar tanto...”, dice con pesar antes de recordar esos momentos en los que tuvo que estar separada de su familia. Fueron cuatro años. “Los ingleses organizaron una ayuda y se ofrecieron a llevarse a cien niños españoles. Las cosas se agilizaron a última hora y al final fueron 200 niños. Hubo reconocimientos físicos y a los dos días ya nos llevaban para Inglaterra. Fuimos de Bilbao a Southampton”, dice haciendo memoria. Allí llegó el 12 de mayo de 1937. Se acuerda porque allí todo el mundo estaba de fiesta. Era el mismo día que coronaban a Jorge VI, “el padre de la actual reina”.
Una niña de la guerra, aunque con la posibilidad de volver en cualquier momento, “porque no era obligado, los que quisieron mandar a sus hijos los mandaron, y los que no, no”. En 1941 regresaba al País Vasco. Lo hacía con su padre recién salido de la cárcel por pertenecer al bando republicano e intentar tomar un barco para ir a Francia. “Mis padres tuvieron muy mala suerte. A él le detuvieron en Laredo y no pude volver hasta que salió. Todo esto fue con la Guerra ya terminada”, añade. Es al recordar esa parte tan gris cuando su rostro, lleno de vitalidad, se empaña unos minutos. Tiene que volver a pensar y se excusa por no poder cuadrar bien las fechas, pero a pesar de ello sabe que “mi vida había cambiado totalmente, éramos unas personas que tenían una convivencia... y cambió. El negocio de mi padre desapareció... Las guerras siempre son malas, pero entre hermanos son horrorosas”, explica con los ojos vidriosos.
Mi vida había cambiado totalmente por la Guerra Civil. El negocio de mi padre desapareció... Las guerras siempre son malas, pero entre hermanos son horrorosas
Por ello tuvo claro que tenía que ponerse a trabajar. Lo intentó en una fábrica de su zona, pero la oportunidad llegó desde Madrid. “Una prima me dijo que si no quería pasar unos días allí con ella, y esos días fueron hasta hoy. Entré a Telefónica -por aquel entonces Compañía Telefónica Nacional de España (CTNE)- creo que en la segunda convocatoria que hubo después de la Guerra, en Madrid. Y tuve la suerte de que aprobé. Estando en la escuela para telefonistas preguntaron que si había una persona que conociera inglés. Habló el director conmigo, que él no sabía decir más que 'yes', y entré en llamadas internacionales”, dice Carmen García Portu que lamenta no tener con ella los cuadernos donde apuntaba todo y que se quedaron en su casa hace dos años, antes de llegar a la residencia. Ahí comienzan una serie de anécdotas que resumen más de cuarenta años de trabajo, desde que entró y le pidieron “una conferencia con Torreperogil, un sitio del que yo nunca había oído hablar, como era natural, y no lo repetía ni bien ni mal”, hasta que se jubiló 43 años después.
Telefonista de la Casa Blanca
Al ser una de las pocas personas que hablaban inglés, su carrera dentro de la compañía estuvo siempre vinculada a las llamadas extranjeras y a las visitas de fuera que venían. Si alguna señora importante necesitaba alguien que hablara en inglés, allí estaba Carmen García para acompañarla a El Escorial o a Toledo “en un coche imponente de Telefónica, aunque el que usé para llegar al Hilton tuve que pagarlo yo”, dice y vuelve a reír como una adolescente.
Como yo estaba de noche también, me pusieron para atender a la Casa Blanca y estuve yo contestando las llamadas que entraban
El trabajo lo recuerda como sencillo, pero muy “estricto y disciplinado”. Entraban en línea, con la clavija en la mano para sustituir a las anteriores telefonistas y que las llamadas no se quedaran colgadas. Todas con su uniforme. Nada de lazos y mucho silencio. Cada una con su sitio asignado esperando que la luz se encendiera para meter la clavijita y preguntar con quién querían hablar. Allí recibieron mensajes de gente muy importante. Ministros, militares, empresarios y hasta de Millán Astray, “que nos daba cinco duros de aguinaldo todos los años”. Eso sí, nada de contar lo que uno escuchaba. En cuanto abriera la boca lo hacía también un expediente y a la calle. Las normas se fueron relajando según lo hacía la dictadura, pero la rigidez del trabajo fue constante.
Casi todas las anécdotas de Carmen están dentro de las cuatro paredes de ese “edificio espléndido” de la Gran Vía del que ella tiene grabado en la memoria sus “baños de mármol imponentes”. Fue allí donde hasta fue, por unas horas, la telefonista de Eisenhower y la Casa Blanca. “Cuando estuvo Eisenhower en Madrid (1959) pusieron una centralita para ellos en la sexta planta, y a un americano le dio un apuro y se tuvo que ir a las 3 o las 4 de la mañana. Pidió permiso su jefe y estuvo un rato fuera. Como yo estaba de noche también, me pusieron para atender a la Casa Blanca y estuve yo contestando las llamadas que entraban”, cuenta en una lista sinfín de anécdotas.
Aunque dentro de esas cuatro paredes parecía a cubierto de lo que ocurría en España, de vez en cuando también entraba. Lo hacía cuando Franco pasaba por la Gran Vía y les pedían ir al balcón a aplaudir al dictador. Ella y sus amigas iban corriendo. Tenían claro que perder cinco minutos de trabajo compensaba cuatro vítores fingidos
Pioneras y amigas
Carmen descarta ser un icono de nada, pero reconoce que “en cierta medida sí que fuimos unas pioneras”. Unas de las primeras mujeres en salir de casa, independizarse y trabajar. Telefónica se convirtió en el centro de sus vidas, tanto que hasta las amistades salían del trabajo. “Las únicas amigas que he tenido en mi vida han sido cinco señoritas, cuatro ya han muerto, y todas trabajaron conmigo. Seguíamos juntas después de esto, hemos sido amigas toda la vida. Hasta nos fuimos todos a Inglaterra y nos lo pasamos de miedo. Había unidad. No nos separábamos para nada, salíamos sólo por Carabanchel. Primero porque estaba mal visto que una chica joven saliera por ahí y luego porque tampoco teníamos mucho dinero”, cuenta mientras echa otra sonora carcajada que se contagia.
A finales de los años setenta se empezaron a automatizar las centralitas y se acabaron las clavijas. Carmen ya no trabajaba en ese departamento, la habían ascendido para instruir y examinar a las nuevas chicas que entraban para coger las llamadas internacionales, pero vivió ese final de una época que coincidió también con sus últimos días en la empresa. En 1983 dejaba el trabajo que le cambió la vida, y lo hizo “dándome un gustazo”, haciendo una llamada a Tokyo. Un capricho que había estado ahí durante esos cuarenta años que ocupó el puesto número 743 y que finalmente pudo cumplir como lo hizo aquella niña que paseaba por San Sebastián.