Nunca en la historia de la televisión en España se había vivido un fenómeno como La casa de papel. La serie fue emitida por Antena 3 con una audiencia fiel pero nada destacable. Una serie más que pasa sin pena ni gloria por la televisión en abierto. Yo confieso que no pasé del tercer capítulo larguísimo y lleno de publicidades que hacen que te acuestes a las dos de la mañana. Pero en Netflix son más listos que el hambre, y vieron en la clásica historia de robos imposibles una buena adquisición para su catálogo. Una ficción más con la que engordar su biblioteca. Seguramente tampoco pensaban que aquella serie española se convertiría en el mayor pelotazo de la compañía fuera de sus producciones en inglés.
Para el resto del mundo se llamó Money Heist, cosas de la globalización, y rápidamente la banda del profesor, Río, Tokyo y compañía, se convirtieron en iconos en todos los países, especialmente en aquellos que vivían una situación de represión. La casa de papel llegó en el momento perfecto al sitio perfecto. Su espíritu revolucionario, empujado por la presencia del canto antifascista Bella Ciao, caló en una sociedad harta, cansada de los bancos y de los poderes. Era fácil conectar con esa banda de ladrones que querían robar a los ricos para quedárselo ellos.
El espíritu guerrero y activista de la serie era, realmente, escaso. No era más que una ficción que desprendía adrenalina y giros imposibles por los cuatro costados, pero fue precisamente ese resquicio antisistema lo que enganchó en lugares como Egipto, Marruecos o Italia. Reconozcámoslo, el 90% de la gente que vio la serie no sabía que narices era el Bella Ciao, ni su significado, y seguramente su activismo se limitaba a un par de manifestaciones masivas, pero eso fue suficiente para que Netflix pusiera el talonario encima de la mesa para producir una nueva temporada que se acaba de estrenar y que ya ha prendido a los seriéfilos como la pólvora.
Desde que se estrenó el pasado viernes todo el mundo habla de la tercera temporada de La casa de papel, y sus seguidores se han convertido en parroquianos que la defienden a capa y espada como si se tratara del auténtico Robin Hood. El otro día en un avión, una madre sentada a mi lado le pidió a su hijo, al otro lado, que girara el móvil porque iban en capítulos diferentes y no quería comerse un spoiler. La locura se ha extendido y nadie se ha cuestionado nada. Hagámoslo nosotros.
Entretenimiento sin trascendencia
¿Es realmente tan buena la nueva temporada de La casa de papel?, ¿estaríamos hablando tanto de ella si fuera una nueva serie americana estrenada en el prime time de Telecinco? Probablemente hubiera pasado desapercibida, pero es innegable que en su ADN tiene algo que engancha, y eso es un mérito que no se le puede negar a Álex Pina y a su equipo de guionistas: saben tocar la tecla y dar el giro en cada episodio con el que captar al espectador. Porque las series, señores, son como la droga. Uno acaba un capítulo y si se ha enganchado necesita ver otro.
Pero todos sabemos que las drogas no son buenas, y ocurre lo mismo con La casa de papel, un fenómeno adictivo que, en el fondo, no es para tanto. Cuando veo la serie me siento como cuando alguien pone el ‘meme’ en el que se lee “emosido engañado”. Netflix nos ha metido en vena un producto que no es más que un entretenimiento de primera que no trasciende más allá y que sufre en esta tercera temporada el efecto de muchas series: estirar sus tramas como un chicle.
Los guionistas se han tenido que estrujar la cabeza para conseguir que en la trama estén todos los elementos. La primera tanda de episodios acababa con ellos escapando con el dinero, por lo que después del éxito había que buscar un motivo que juntara a la banda de nuevo. La captura de Río toca las teclas emocionales de los personajes y del espectador, y es una excusa absoluta para que tengan que dar otro golpe. Un robo que, cómo no, tiene que ser más grande y espectacular que el anterior.
Producción de primera
Aquí se encuentran lo mejor y lo peor de la serie. El nivel de producción es increíble. El diseño de producción, el montaje, el ritmo y la fotografía de Migue Amoedo son de primera, de superproducción internacional. Se nota que hay muchos millones metidos por parte de Netflix, pero como pasa en las secuelas de éxito, todo parece diseñado para lucir lujo por los cuatro costados. No hay un decorado, una localización o un escenario en todo el primer episodio que no desprenda lujo. Hasta el recóndito escondite donde se juntan es un palacete italiano encima de una montaña (un sótano en Lavapiés no lucía tanto).
Más allá del despliegue técnico, la serie no presenta ninguna novedad. No sorprende a los fans de La casa de papel, pero tampoco a aquellos que no conectaron con la primera. Es una serie de atracos tan competente como inofensiva, que se lastra cuando abusa de una voz en off que se cree más trascendente de lo que es, y que tiende a explicar los sentimientos de un personaje cuando deberían quedar claros sin que apareciera de forma aleatoria. “La verdadera acción empieza ahora”, dice el personaje de Úrsula Corberó como si uno no se hubiera enterado al verla con dos pistolas y a punto de reventar el banco por dentro.
Personajes huecos
Otro de los problemas de la serie es que no hay nada dentro del espectacular robo. Los dramas internos de los personajes no calan, no son reales, y a pesar de los flashbacks para que nos conmovamos con ellos, lo único que queremos es otro giro y explosión en el Banco de España, nueva sede del atraco del año. Una trama que recurre demasiado a los saltos de fe del público, que tiene que creerse que han contratado en un pispás a 40 hackers de Pakistán que son capaces de piratear todo el sistema de comunicaciones español, que han aprendido técnicas de ingeniería y combate como si fueran robots o que uno encuentra un camión blindado y trajes de militar en la tienda de disfraces de la esquina del barrio. Un envoltorio de lujo, con un ritmo frenético (que recurre siempre a la banda sonora y a temazos musicales para subir la intensidad).
Y si algo funciona, ¿para qué cambiarlo? Estaba claro que si la gente conectó con el mensaje antisistema, éste tenía que aparecer de nuevo. Lo hace desde el primer capítulo, que juega con la empatía de la gente y convierte al ciudadano en cómplice de estos ladrones de buen corazón. En un guiño meta, hasta El Profesor reconoce que la máscara de Dalí que llevan “es un símbolo de la resistencia, de la indignación. Hemos inspirado a mucha gente en su lucha y ahora son de los nuestros”.
La reina: Alba Flores
La que es la reina de la fiesta es Alba Flores. Lo era antes y lo sigue siendo. Cuando ella habla sube el pan y suelta perlas constantemente. Su discusión con Rodrigo de la Serna es antológica y sus alegatos feministas y sus frases son para hacer camisetas. Quiero más Alba Flores, la quiero en escena todo el rato. Y mira que lo tenía difícil, que le han colocado como enemiga a la Najwa Nimri más pérfida y embarazada posible.
Para los que se queden con la duda, por supuesto que habrá cuarta temporada. Netflix tiene a su gallina de los huevos de oro y ruedan las temporadas de dos en dos para luego iniciar su maquinaria de márketing. Nunca sabremos cuánta gente ha visto La casa de papel. Ellos nos dirán que muchos. Esta vez tengo la certeza de que es así. Todo el mundo a mi lado habla de ella, y yo me siento fuera de un fenómeno que no termino de comprender.