Hace exactamente un año, Netflix sorprendió con una serie adolescente que, oh sorpresa, no era un culebrón pensado para convertirse en el nuevo fenómeno de masas y forrar las carpetas de los jóvenes del momento. Por primera vez, la plataforma no repetía la fórmula de Baby o Élite, donde todo era puro delirio hedonista, con sexo por doquier, chavales de buen ver mostrando su cuerpo y tramas truculentas donde cabía hasta el asesinato.
Sex education nos encandiló a todos porque, precisamente, sus personajes se parecían más a todos nostros. No eran los guapos de la clase, ni los más ‘molones’, sino unos perdedores en pleno despertar de sus hormonas. Y lo trataba con gracia, con inteligencia, sin pensar que los adolescentes son idiotas y que lo único que quieren es material eróticamente inflamable. Irónicamente, Sex education era la serie menos calenturienta de Netflix, ya que aunque el sexo fuera el tema central y se hablara muchísimo de él, no estaba abordado desde una mirada lúbrica.
La serie tenía más de clase de educación sexual picantona para jóvenes que de ‘exploit’, aunque jugaba bien sus cartas y hacía guiños constantemente. Al final era una serie que hablaba sin tapujos de sexo desde una visión inteligente y muy desprejuiciada. Se hablaba de enfermedades de transmisión sexual, complejos, dudas, bisexualidad, masculinidad tóxica y siempre con mucha gracia, con sentido del humor (a veces un poco chusco, pero siempre con un punto inocente).
Tenía un ‘algo’ que la hacía especial, un punto hasta naif que quedaba de manifiesto también en la estética escogida, heredera del cine de John Huges y del cine de los 80, como reconocía su ‘showrunner’, aunque su acción se desarrollara en el momento actual con toda la tecnología del año 2019. También ayudaba el reparto con una excelente Gillian Anderson como madre terapeuta sexual y Asa Butterfield perfecto como nerd experto en teoría del sexo pero un cazurro en la práctica.
Pero seamos sinceros, Sex education no era una serie brillante ni antológica. No era ni tan inteligente como Derry Girls ni especialmente sofisticada, pero era un caramelito divertido y con un puntito picante. Entraba sola -perdón por el chiste fácil- y cuando uno quería darse cuenta ya se había consumido toda la temporada. Eso sí, estaba claro que el efecto gaseosa se pasaría rápido, y se ha demostrado con la segunda temporada que se acaba de estrenar. Una vez perdido el factor sorpresa Sex Education es una serie entretenida, pero ya no sorprende, ni excita, ni emociona. Es una serie más, una para ver mientras cenas.
Sigue contando con sus mejores activos -y con una de las mejores y más provocadoras campañas de publicidad con lonas que ha realizado Netflix-, con ese acercamiento tan libre y casi didáctico a la sexualidad, pero ya se hace repetitiva. Ya no es esa serie que quieres devorar y corre el riesgo de caer pronto en el olvido. Al ritmo de producción y estrenos actual cualquiera puede ser el nuevo fenómeno adolescente, y Sex education es lo suficientemente diferente como para merecer un puesto de honor en esa lista.
Quizás una de las cosas que esta temporada acusa más es su excesiva duración. Para una comedia sexual adolescente los 50 minutos se hacen muchas veces eternos. Esto ya pasaba en la primera, pero ahora se acusa mucho más porque ya no hace falta presentar a los personajes, ni el universo propio de la serie, sino que hay que ir al grano y es ahí donde muchos episodios se hacen cuesta arriba. A pesar de todo, Sex education sigue siendo una dignísima serie y una de las apuestas fijas en un catálogo donde ficciones mucho peores tienen un éxito masivo.